La pasada Semana Santa, en un pueblo sevillano, pude
escuchar casualmente una conversación entre un clérigo joven (estaría en torno a
los cuarenta) y otra persona. Quizá la música y los aplausos a la entrada de la
cofradía les inducían a creer que nadie escuchaba sus palabras, o quizá les
traía sin cuidado que otros las escuchásemos. Estaban hablando de las primeras
declaraciones “inquietantes” del nuevo Papa y de una reunión reciente de una
organización católica, de sacerdotes y laicos, en algún lugar de Castilla cuyo
nombre no pude retener. El clérigo le contaba a su interlocutor que esta había
terminado con la siguiente invocación, referida a Francisco: “Señor, ilumínalo
o elimínalo”.
Es evidente, tras conocer los sucesivos discursos y
declaraciones de Bergoglio, que este no ha sido iluminado en el sentido que los
participantes en aquella reunión deseaban. ¿Pasarán, entonces, a pedir al Señor
que ejecute la segunda opción? Y si tampoco son escuchados, ¿hasta dónde estarán
dispuestos a llegar, siempre en nombre del interés de la Santa Iglesia, para evitar lo que, sin duda, entienden como una
traición a las esencias de la institución? Quizá nadie pueda responder hoy a
esta pregunta, entre otras razones porque los muy poderosos lobbies integristas que controlan los
diversos ámbitos de la curia y la mayoría de las conferencias episcopales,
comenzando por la española, tienen eficaces instrumentos para tratar de
bloquear en la práctica los cambios que el nuevo Papa está anunciando.
Es una incógnita o, si alguien prefiere, un misterio que un cuerpo electoral como el
del último cónclave, modelado a su imagen y semejanza ideológica por los
pontífices Wojtila y Ratzinger, eligiera a alguien que desde el momento mismo
de su proclamación tuvo gestos simbólicos de carácter reformador y que, sin
apartarse de la ortodoxia doctrinal, está dando algunos giros de timón que pueden modificar el rumbo ultraconservador de
la Iglesia en las últimas décadas.
De alguien que es jesuíta y que adopta como nuevo nombre
no el de Ignacio o Javier sino el de Francisco, muchas cosas pueden esperarse
salvo un papado gris o continuista. Lo saben los guardianes de la herencia
contrarreformista de los dos últimos papas, que, aunque controlan o casi
monopolizan las instituciones eclesiásticas, tienen un problema difícilmente
superable: la naturaleza muy fuertemente jerárquica de la propia Iglesia a
partir de Constantino; su carácter, sobre todo desde el siglo XIX, de monarquía absoluta en la que los sumos
pontífices son elegidos por el colegio cardenalicio pero no se deben a sus
electores ni a programa alguno (en realidad, las “democracias políticas” de
cualquier país no se alejan mucho hoy de este modelo). Una contradicción que se trata de salvar atribuyendo a los
cardenales la función de meros instrumentos del Espíritu Santo, que expresaría su voluntad a través de ellos. Estas
estructuras y creencias, reforzadas por el dogma contemporáneo de la
infalibilidad del papa, explica la inmensa influencia que ejercen sobre la mayoría
de los católicos las palabras de quien lo sea en cada momento, no sólo cuando
habla “ex catedra” (en realidad casi nunca) sino en cualquier contexto. Sean
cuales sean esas palabras y sus contenidos. Y esto se vuelve hoy en contra de
los sectores integristas.
Cuando Francisco critica la obsesión eclesiástica por los
temas sexuales, cuando se muestra partidario de que las mujeres asuman muchas
más funciones y responsabilidades, cuando llama a la Iglesia a dejar de ser
“autorreferencial” y a ir “hacia las periferias existenciales”, cuando señala
que los confesionarios deben ser lugares donde se practique la misericordia y
no la presión sobre las conciencias, está señalando, sin duda, un cambio importante
en los objetivos y funcionamiento de la institución, aunque no se planteen
cambios en su base doctrinal.
Hasta ahora, Francisco está transmitiendo, sobre todo,
palabras y gestos pero sería más que aventurado creer que se va a quedar en
ellos. Es más razonable pensar que está preparando a los católicos para esos
cambios. No pretenderá ser –cuidado con los espejismos- un teólogo revolucionario
pero sí puede querer ser un reformador. Y esto es más que preocupante para
quienes tienen secuestrada la interpretación del cristianismo y utilizan este
para seguir apegados a los poderes económico y político y para actuar
inquisitorialmente contra quienes no aceptan lo que ellos definen como
ortodoxia. Tanto a los católicos como a los que no lo son interesa que la
Iglesia deje de alinearse con los poderes que impulsan cada día las
desigualdades entre las personas y entre los pueblos, y apueste por la justicia
y por una vida digna para todos en este mundo sin aplazar este
objetivo para un mundo futuro cuya existencia ella misma entiende como una cuestión
de fe personal. Forza, Francisco.
Isidoro Moreno, Miembro de Asamblea de Andalucía
Fuente original: diarios del Grupo Joly (4/Octubre/2013)
Fuente original: diarios del Grupo Joly (4/Octubre/2013)