El Papa Francisco ha calificado de vergüenza lo ocurrido en las costas de
la isla de Lampedusa, en la que hasta el momento se han encontrado los cuerpos
sin vida de más de 280 inmigrantes procedentes de Somalia y Etiopía. Hay casi
otros tantos desaparecidos. Son más de 500 hombres, niños y mujeres (algunas de
ellas embarazadas), con nombres y apellidos, que han recorrido miles de
kilómetros para embarcarse en un viaje que les aleje de las guerras, las
opresiones y las miserias que estrangulan sus vidas. Sólo los que han muerto,
han sido regularizados. Vergüenza es poco para expresar lo que se siente ante tanta
inhumanidad de los políticos que rigen esta vieja Europa.
Son ya muchos los muertos en la frontera sur entre Africa y Europa. En las
dos últimas décadas, más de 17.000 inmigrantes han muerto en las costas de
Lampedusa y más de 20.000 inmigrantes han muerto en las costas andaluzas y
canarias, según diferentes oenegés europeas y la Agencia de la ONU para los
refugiados. Y todo ello, sin tener en cuenta el número de desaparecidos, que
podría multiplicar las muertes en estas aguas por tres, cuatro o cinco veces.
Europa cerró sus puertas hace muchos años con una política que niega
sistemáticamente visados en los países de origen de los inmigrantes, que
utiliza a los Estados del Norte de Africa para que hagan el trabajo sucio y en
donde miles de subsaharianos deambulan por las ciudades costeras de países como
Marruecos o Argelia, sometidos al racismo, el acoso, la muerte y la violencia
de las fuerzas de seguridad.
Los males de esta política violadora de derechos humanos no terminan fuera
de sus fronteras. Cuando consiguen llegar a Europa, los Estados miembros de la
UE niegan a los inmigrantes en situación irregular el derecho de la ciudadanía.
Muchos de ellos son recluidos en los llamados centros de internamiento durante
meses, auténticas cárceles pero con aún menos garantías, hasta que son
embarcados en aviones y expulsados. A los que logran escapar de la policía se
les niega el acceso a derechos esenciales como el de la salud. Mientras, los
políticos responsables de dichas medidas culpan a las mafias de las muertes de
tantos inmigrantes, lavándose las manos. Hay que desenmascarar esta política
hipócrita e inhumana, ya que si no hubiese muros insalvables no habría traficantes.
Un ejemplo muy cercano de esta política sin escrúpulos la ha padecido el
joven polaco de 23 años, Piert Piskosub, que murió de hambre hace unos días en
el albergue municipal de Sevilla, habiendo sido dado de alta unas horas antes
en el Hospital Virgen de Rocío, enfermo y pesando tan sólo 30 kilogramos. Según
la dirección del hospital se le dio de alta porque respondía al tratamiento.
Desde Andalucía también tendríamos que responder a muchas preguntas:
¿Piensan dimitir los responsables de la política social del Ayuntamiento de
Sevilla? ¿Qué dice el gobierno autonómico que, según sus portavoces, garantiza
los derechos sociales y sanitarios a todo el mundo? ¿Qué opina la Asamblea de
Obispos del sur? Posiblemente siga los criterios de la Conferencia Episcopal
española que ha guardado un silencio cómplice ante medidas como el apartheid sanitario impuesto por
el Gobierno Central, quien, a través de su ministra de Sanidad, va pregonando
las bondades de la privatización sanitaria, de los recortes en salud que ponen
en peligro la vida de inmigrantes y de enfermos crónicos en situaciones graves,
del copago farmacéutico, etcétera.
Y la ciudadanía en general, ¿qué deberíamos de decir y hacer ante tan
graves violaciones a los derechos humanos? Como decía Mahatma Gandhi: "Lo
más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena".
Por consiguiente, algo habrá que hacer.
Miguel Santiago Losada, Profesor y
presidente de la Asociación KALA, Miembro de Asamblea de Andalucía
Fuente original: Diario de Córdoba (10/Octubre/2013)
Fuente original: Diario de Córdoba (10/Octubre/2013)
