Reino de España: la agonía del régimen

Las movilizaciones en Cataluña en favor de la independencia son la punta del iceberg del profundo deterioro de las instituciones políticas que se construyeron durante la transición. Los pactos de la Moncloa sirvieron en su momento para salir de la asfixia de una dictadura que tuvo una duración larga, insoportable, cruenta. La Constitución de 1978 ofreció diversas soluciones. La Monarquía era la manera de aglutinar el desigual mapa político y social que dividía a los españoles en vencedores y vencidos. Las nuevas instituciones aspiraban a construir un sistema democrático que sustituyera el viejo autoritarismo. El estado de las autonomías era el mal
menor para responder a una realidad plurinacional y servía para diluir las aspiraciones de Cataluña y el País Vasco en una especie de café para todos basado en una falsa igualdad de las situaciones territoriales. ¿Podía haberse conseguido mucho más cuando el fantasma de la dictadura militar estaba todavía vivo? ¿Qué se podía haber hecho años después? Son preguntas que han originado y originan múltiples debates y no pretendo hacer un revisionismo de la historia. La pregunta pertinente hoy es ¿qué queda de todo esto? Y la respuesta que propongo es que el edificio que se construyó está desmoronándose y ya no nos sirve para alojar a la actual sociedad española.
La crisis económica, moral y política existente ha hecho más visible estos problemas; el gobierno del PP no resuelve nada, al contrario, es especialista en crear problemas donde no los había. Es autoritario, provocador, represivo, se ensaña con los más vulnerables, es amigo de banqueros y aprovechados, enemigo de las mujeres, es corrupto, es irritante. Pero no basta un cambio de gobierno. La alternancia, con un PSOE desgastado, poco creíble en sus propuestas, que abrazó la economía neoliberal, modificó la Constitución arrodillándose ante la señora Merckel y que ahora esgrime la bandera de un federalismo fuera de tiempo y lugar, no sirve. Un mero cambio político no es suficiente. Hay que plantear un cambio de régimen. Detengámonos un momento en esta cuestión central para llegar después a Cataluña.

Que la Monarquía está en crisis es una evidencia. La familia real es un desastre y ha permitido que la corrupción entre en sus propias entrañas. Además, ¿quién quiere un rey que en plena crisis económica se dedica a cazar elefantes y a pasear con amantes por el mundo? El vodevil es eso, un vodevil, nada serio como para tener autoridad y legitimidad. La Monarquía no la tiene. ¿Para qué la queremos pues? Tampoco ha servido para cerrar heridas y evitar que en España haya todavía vencedores y vencidos. El PP nunca ha condenado el régimen de Franco; y la mayor parte de víctimas republicanas de la guerra civil no han visto reparados los sufrimientos e injusticias que padecieron. Si alguna vez la Corona logró cohesionar el sistema político y representar a gran parte de los españoles, ahora ya no lo hace. Es una institución caduca, anacrónica. Puro ornato obsoleto y prescindible, especialmente en tiempos de crisis.
Las instituciones políticas tampoco tienen buena salud. Sirvieron en su momento para construir una democracia representativa y sirvieron también para hacer políticas que sin duda mejoraron la vida de la gente. Pero ya no es así. Los casos de corrupción que se han desvelado, que afectan al propio presidente del gobierno y a su partido, a decenas de ayuntamientos y gobiernos autónomos, son tan corrosivos que atacan a la credibilidad de las instituciones. Además, la frivolidad con que hoy se modifican elementos sustanciales del pacto del 78 a golpe de decreto-ley es pasmosa. Un artículo publicado en El País el 20 de febrero, con el título “Algo estamos haciendo mal”, firmado por sesenta catedráticos, profesores universitarios y altos funcionarios de la Administración, constata el problema de la falta de legitimidad democrática de las instituciones y aboga por cambios estructurales. De hecho, los que hoy se enrocan en la Constitución para negar la posibilidad de que haya una consulta en Cataluña, por ejemplo, están llevando a cabo un verdadero proceso desconstituyente, destruyendo empleo, expulsando a la gente de sus casas, degradando las relaciones laborales, privatizando la sanidad, rescatando bancos, rebajando las pensiones, gentrificando la educación. Están destrozando el Estado social y amenazando la salud del Estado de derecho. ¿No hay que debatir y reformular todo esto? ¿Qué soluciones aporta un bipartidismo inmovilista?
Y a ello hay que sumar el agotamiento del estado de las autonomías. No podemos entender lo que pasa en Cataluña sin este contexto más general al que me he referido. Al malestar que sin duda sienten todos los españoles ante la crisis económica, política y democrática, se suma el malestar de un pueblo que ve frenadas sus aspiraciones de autogobierno desde unas posiciones inmovilistas y también hostiles por parte del gobierno y estructuras del Estado.
Las comunidades autónomas fueron los componentes de una nueva organización territorial del Estado y cada una de ellas se dotó de instituciones ejecutivas y legislativas. Para Cataluña esto no era una novedad. A diferencia de otras comunidades autónomas, la Generalitat se restauró, no se creó desde cero, y no es de extrañar que el Estatuto de Autonomía aprobado en 1980 pronto resultara insuficiente. Y no sólo esto: el modelo territorial se configuró de forma piramidal, lo que ha significado en la práctica que el Estado, en su actividad legislativa y de gobierno, ha ido laminando competencias de Cataluña. La dimensión centralista y jerárquica del Estado se ha expresado además en su incapacidad para asumir su carácter plurinacional y plurilingüístico. Ante esta situación Cataluña optó por profundizar en el autogobierno mediante la vía política negociada dentro del marco constitucional: y éste fue el intento de la reforma del Estatuto de Autonomía. Intento que no funcionó. El Estatuto fue recortado por el Congreso de los Diputados (lo que provocó ya un fuerte malestar) y, después de someterse a un referéndum, fue castrado por el Tribunal Constitucional mediante una sentencia meramente interpretativa que, además, no tuvo unanimidad. El malestar se convirtió en indignación. La vía política en el marco constitucional se cerró, así, de repente, arbitrariamente, sin valorar sus graves consecuencias. ¿Quién levantó la voz en España ante esta agresión, que no era sólo contra el pueblo catalán y su Parlamento, sino también contra las propias Cortes españolas? Se abría así una brecha en el ya deteriorado edificio español hacia una creciente expansión del independentismo.
El nacionalismo catalán no es nuevo y tiene una base cívica más que étnica. El lema “es catalán quien vive y trabaja en Cataluña” ha funcionado durante muchos años. Los principales partidos de izquierda, el PSUC durante la dictadura y el PSC después, con su ascendencia en la clase trabajadora, consiguieron evitar la fragmentación de la clase obrera y la fractura social en función del origen de cada uno. El caso es que se ha conseguido construir en Cataluña una sola comunidad que integra personas con orígenes e identidades diversas. Unidad y diversidad forman parte del modelo social existente.
Sé que la percepción de una parte de los españoles respecto a Cataluña no es ésta e interesadamente se ha difundido la idea de que existe un conflicto lingüístico permanente. Algunos piensan además que se trata de un nacionalismo étnico, pero éste no es ni mucho menos predominante. Insisto en que predomina un nacionalismo cívico, el basado en valores e instituciones comunes y en que cualquier persona forma parte de la nación con independencia de sus orígenes. Curiosamente, quien hizo gala de un prodigioso etnicismo fue Susana Díaz en su reciente visita a Cataluña. Apelando a los sentimientos de los catalanes nacidos en Andalucía, reclamó: “que no nos obliguen a escoger nuestra identidad. Si Cataluña se separa, qué les diremos a los catalanes cuyos padres vinieron de fuera: que son hijos de extranjeros?” La presidenta de la Junta de Andalucía no parece ser consciente de que las identidades pueden ser múltiples, cosa que en Cataluña sabemos muy bien porque esto forma parte de nuestra cotidianeidad. ¿Y qué decir de esta condición de extranjería retrospectiva que dramatiza la supuesta elección de identidades y que se basa en la idea de una condición (eterna) de andalucidad que se perpetúa ininterrumpidamente? Este tipo de premisas sí que contribuye a crear fracturas sociales por razón de origen; esto sí que divide en lugar de hermanar. Lisa y llanamente: el PSC ha importado el lerrouxismo.
Cuando se trata el “problema catalán” suele ponerse en primer plano los agravios económicos, pero hay algo más detrás. La sentencia del Tribunal Constitucional, las constantes incomprensiones y las provocaciones del gobierno del PP hacen que la mayor parte del pueblo catalán se sienta herido en su dignidad, pisoteado y humillado. Y ha dicho basta. Y esto no es fácil de arreglar, porque atañe a dimensiones muy profundas: es una cuestión de reconocimiento y de dignidad.
Esto es sustancial para entender la enorme base popular que no quiere que se mantenga la situación actual. Más de un 70% de los catalanes, según las encuestas, está a favor de que se haga una consulta, y la mayor parte de éstos opta por la independencia. El federalismo genera poco entusiasmo y no moviliza, y la propuesta que ha lanzado el PSOE no tiene credibilidad porque quién la realiza nunca se ha mostrado sensible a esta cuestión y por la sospecha de que se trata de un nuevo café para todos, insuficiente para las aspiraciones de autogobierno de Cataluña. 
Se equivocan quienes piensan que el pujante independentismo catalán es una mera expresión de la burguesía o está instrumentalizado por ella. El capital no tiene patria, como dijo Marx. Quiero remarcar algo que no suele tenerse en cuenta: se puede ser independentista y no ser nacionalista y es el caso de algunos sectores de la sociedad catalana, especialmente de izquierdas. Es insatisfacción, es hartazgo, es haber sobrepasado el límite de lo que se puede soportar. Es aspirar a un país más democrático, más social, en el que las luchas sociales no sean interferidas por las luchas de banderas, conscientes de que ésta es una baza que juega CiU para ocultar sus vergüenzas. Y es una respuesta al hipernacionalismo español, cada vez más agresivo, y que es una verdadera fábrica de independentistas.
Estamos asistiendo a una agonía del régimen político que se forjó en la transición. Las contradicciones de este modelo se han ido agudizando con el paso de los años y las relaciones entre Cataluña y España expresan hoy problemas de calado muy fondo: modelo territorial, organización institucional, régimen político. Las nuevas generaciones requieren una profunda reconfiguración de un pacto político que ya se ha hecho viejo, que está agonizando.


Dolors Comas d’Argemir, Catedrática de Antropología Social de la Universidad Pública Rovira i Virgili de Tarragona, Presidenta de la Fundació Nous Noritzons, 2/Marzo/2014