1. La solución a la crisis será de ruptura o no será
Pasan los meses y las posibilidades de superar esta crisis
por una vía que no sea una solución de ruptura se alejan cada vez más del
horizonte.
Frente a quienes mantienen que existen vías de reforma
capaces de enfrentar la actual situación de deterioro económico y social, mi
posición ha sido de completo respeto pero, simultáneamente, de escepticismo
porque la viabilidad de esas propuestas requiere de una condición inexcusable
previa: la modificación radical del marco económico y político en el que las
mismas podrían aplicarse.
Sin una reforma radical de la estructura institucional, de
las reglas de funcionamiento y de la línea ideológica que guía el
funcionamiento de la Eurozona es inviable cualquier salida pactada de la crisis
que permita preservar los niveles de bienestar actuales. Y dado que, hasta el
momento, todo evoluciona en sentido contrario al necesario es difícil
vislumbrar una salida a esta crisis que abra una mínima posibilidad
emancipatoria para los pueblos europeos si no es a través de algún tipo ruptura
promovida por ellos.
Creo que hay dos argumentos básicos que refuerzan esta
tesis.
El primero es que la solución que se está imponiendo a
esta crisis desde las élites dominantes a nivel europeo es, en sí misma, una
solución de ruptura por su parte y a su favor.
Las políticas de austeridad constituyen la expresión
palmaria de que el capital se encuentra en tal posición de fuerza con respecto
al mundo del trabajo que puede permitirse romper unilateral y definitivamente
el pacto socialdemócrata sobre el que se había creado, crecido y mantenido el
Estado de bienestar. El capital sabe que una clase trabajadora precarizada,
desideologizada, desestructurada y, en definitiva, que ha perdido ampliamente su
conciencia de clase es una clase trabajadora indefensa y que, en estos
momentos, no tiene capacidad de resistencia para preservar dicho pacto. La
concesión que el capital hizo en ese momento, cediendo salario social en sus
diferentes expresiones a cambio de que no se cuestionara la propiedad privada
de los medios de producción, es una concesión que entiende que no tiene por qué
ser renovada frente a una oposición a la que cree incapaz de defenderla.
Pero, además, esas élites también son conscientes de que
en la privatización de todas las estructuras de bienestar desmercantilizadas se
encuentra un nicho de negocio capaz de ayudar a recomponer la caída en la tasa
de ganancia. Su opción, en ese sentido, es clara: a través de las políticas de
ajuste avanzan en el desmantelamiento de las estructuras de bienestar público,
compelen a la parte de la ciudadanía que puede permitírselo hacia la
contratación de esos servicios en el ámbito privado y materializan, con ello,
la ruptura del pacto social sobre el que se había sustentado el capitalismo
europeo de posguerra.
Y el segundo argumento es que no puede olvidarse, como
parece que se hace, la naturaleza adquirida por el proyecto de integración
europeo y, más concretamente, por el proceso de integración monetaria, la Eurozona.
El problema esencial es que la Eurozona es un híbrido que
no avanza en lo federal, con y por todas las consecuencias que ello tendría en
materia de cesión de soberanía, y se ha mantiene exclusivamente en el terreno
de lo monetario porque esa dimensión, junto a la libertad de movimientos de
capitales y bienes y servicios, basta para configurar un mercado de grandes
dimensiones que permite una mayor escala de reproducción de los capitales.
Por lo tanto, Europa –y, con ella, su expresión de
“integración” más avanzada que es el euro- ha perdido el sentido inicial de
integración en sentido amplio que informó el proyecto europeo en sus orígenes y
se ha convertido en un proyecto exclusivamente económico puesto al servicio de
la oligarquías europeas, tanto industriales como financieras.
La Eurozona se ha convertido, tal y como se denunció antes
de su nacimiento, en la expresión más perfecta de la Europa del capital. Y, en
ese espacio de rentabilización de los capitales, la clase política ha sido
cooptada por las élites económicas y puesta al servicio de su proyecto.
En consecuencia, este espacio difícilmente puede ser
identificado y defendido por las clases populares europeas como la Europa de
los ciudadanos a la que en algún momento se aspiró. Y si a todo ello se suma el
que las políticas encaminadas a salvar al euro son políticas dirigidas a
preservar los intereses de la élite económica europea, principal beneficiaria
de la implantación del euro por la vía del incremento de escala de las
transacciones que supuso la creación de un mercado y una moneda única a nivel
europeo, la resultante es que esta crisis pone crudamente de manifiesto la
divergencia entre los intereses de esa élite y los de los pueblos europeos y el
carácter funcional que ha tenido el euro para reforzar a los primeros frente a
los segundos.
Por lo tanto, el euro (y entiéndase éste no sólo como una
moneda en sí misma sino como todo un sistema institucional y una dinámica
funcional puesta al servicio de la reproducción ampliada del capital a escala
europea) es la síntesis más cruda y acabada del capitalismo neoliberal en el
marco de un mercado único dominado por el imperativo de la competitividad (con
las consecuencias laborales y sociales que de ello se derivan) y en el que la
Eurozona ha acompañado la cesión de soberanía en materia monetaria al BCE con
las restricciones estatales en materia fiscal, vía Pacto de Estabilidad y
Crecimiento. Un espacio en el que la solidaridad ha desaparecido como valor de
referencia, si es que alguna vez existió más allá de algunos fondos
estructurales que constituían el mecanismo de financiación para que los nuevos
Estados miembros pudieran financiar las infraestructuras necesarias para
profundizar la construcción de ese mercado único al que se incorporaban.
En definitiva, y a modo de conclusión de este primer
apartado, creo que si no se produce una modificación radical del marco
económico y político de la Eurozona, cosa que no parece estar en el horizonte,
sino todo lo contrario, esta crisis sólo podrá resolverse por la vía de la
ruptura o, en el mejor de los casos, de una amago de ruptura tan creíble que
suponga una amenaza cierta sobre los intereses de la élite económica dominante
y que les fuerce a reconsiderar su ofensiva sobre las clases populares
europeas.
2. El euro en crisis
La crisis del euro no es una crisis financiera, aunque
tenga una dimensión financiera. La crisis del euro es una crisis que estaba
inserta en su código genético desde su nacimiento, que ha ido incubándose
durante estos años y que ha acabado manifestándose de forma virulenta cuando el
detonante de la crisis financiera subprime, importada desde
Estados Unidos, provocó el cierre del mercado interbancario a nivel europeo y,
con ello, saltaba por los aires todo el mecanismo que había permitido la
acumulación de desequilibrios insostenibles al interior de la Eurozona.
Desde este punto de vista, existen algunos factores que
explican que el euro haya sido, desde la perspectiva de los pueblos, un
proyecto fallido desde su mismo inicio: tanto las políticas de ajuste
permanente que se articularon durante el proceso de convergencia como las
políticas que se han mantenido desde su entrada en vigor; la ausencia de una
estructura fiscal de redistribución de la renta y la riqueza o de cualquier
mecanismo de solidaridad que realmente responda a ese principio; las asimetrías
estructurales existentes entre las distintas economías al inicio del proyecto y
que se han ido agravando durante estos años son, sintéticamente, puntales del
proceso de consolidación de la Europa del capital.
Y si se trata de un proyecto fallido, la cuestión a la que
inmediatamente debemos responder es qué pueden hacer, al menos los países
periféricos sobre los que está recayendo el peso del ajuste de esta crisis,
frente a un futuro poco esperanzador.
En este sentido, entiendo que las opciones de acción se
revelan en cuanto asumimos las implicaciones de dos cuestiones esenciales sobre
la actual crisis europea: la primera es la de alcanzar una adecuada comprensión
de naturaleza de esta crisis; la segunda es de carácter más estructural y
apunta a la propia viabilidad del actual proyecto europeo.
3. Sobre la naturaleza de la crisis
Como acabamos de señalar, la crisis europea no es una
crisis financiera sino que se trata de una crisis provocada por las diferencias
de competitividad entre el núcleo y la periferia acumuladas desde que el euro
entró en vigor.
Por un lado, un núcleo que ha aumentado sus niveles de
productividad, que ha mantenido unas tasas bajas de inflación y que optó por un
proceso de ajuste basado, esencialmente, en la precarización del mercado de
trabajo y la contención salarial.
Y, por otro lado, una periferia que ha mantenido unos
diferenciales positivos con respecto al núcleo tanto en tasa de inflación como
en tasas de incremento salarial (entre otras cosas, porque los salarios partían
de unos niveles inferiores) y unos niveles inferiores de desarrollo tecnológico
e incorporación de valor añadido a la producción.
Por otra parte, hay que señalar que Alemania ha sido una
de las economías más beneficiadas de la existencia de la moneda única. Ésta ha
permitido que las economías periféricas, menos competitivas que aquélla, no
pudieran devaluar sus monedas para reequilibrar sus cuentas exteriores. La
resultante ha sido una acumulación de superávit por cuenta corriente en los
países centrales y de déficit por cuenta corriente en los países de la
periferia desconocidas hasta el momento.
Para mantener esa situación de desequilibrio a su favor
Alemania ha estado sustituyendo superávit comercial por deuda externa: daba
salida hacia el resto de la Eurozona a su producción al tiempo que financiaba
el endeudamiento de los países de la periferia, necesitados de ahorro, para que
éstos pudieran adquirir sus productos. Este mecanismo permitía que Alemania
supliera con demanda externa la tradicional debilidad de su demanda interna;
debilidad que ha sido conscientemente reforzada por la vía de una mayor presión
salarial a la baja.
Todo ello se traduce en que la crisis presenta en estos
momentos dos dimensiones difícilmente reconciliables.
La primera dimensión es financiera y se centra en el
problema del endeudamiento generalizado que, en el caso español y para el de la
mayor parte de los países periféricos, se inició como un problema de deuda
privada pero que contagió también a la deuda pública cuando se procedió a
rescatar -y, por tanto, a socializar- la deuda del sistema financiero. Los
montos que ha alcanzado el endeudamiento son tan elevados que difícilmente
podrá reintegrarse completa y eso es algo de lo que debemos ser plenamente
conscientes por sus consecuencias prácticas.
La segunda dimensión es real y se concreta en las
diferencias de competitividad entre las economías centrales y las economías
periféricas. Esas diferencias no están disminuyendo sino que se están
ampliando, a pesar de constatarse una progresiva reducción de los
desequilibrios en las balanzas por cuenta corriente producto, en gran medida,
de la repercusión del estancamiento económico sobre las importaciones.
Frente a ambas expresiones de la crisis la respuesta se ha
centrado en políticas de ajuste y austeridad que no pueden funcionar, entre
otras, por dos razones evidentes.
La primera, porque buscan que todos los países sustituyan
demanda interna por demanda externa y para ello promueven una deflación
salarial y deprimen el consumo, la inversión y el gasto público a nivel interno
y los tratan de sustituir por exportaciones hacia el resto del mundo. El
problema, entre otros, es que esa política se promueve simultáneamente para
todos los países y en un contexto de economía global en recesión. Es, por lo
tanto, una política pro-cíclica que refuerza la crisis en lugar del crecimiento
y, con ello, agrava el problema.
Y la segunda, porque cada vez se aplican políticas de
austeridad por parte de un mayor número de países de la Eurozona. Al ajuste
duro de Portugal, Italia, Irlanda, Grecia y España –esto es, sobre el 37% del
PIB comunitario-, se le añade el ajuste moderado que se está llevando a cabo en
Francia, Bélgica y los Países Bajos. En conjunto, esas políticas se están
aplicando sobre el 66% del PIB comunitario, es decir, se están imponiendo
políticas de austeridad a casi dos tercios de la eurozona. ¿Es viable una
Eurozona en la que un tercio de la economía tira de los dos tercios restantes?
4. Sobre la viabilidad de la Eurozona
La cuestión de fondo más importante remite a la viabilidad
del euro en una Eurozona de las características y con los miembros actuales.
En este sentido, puede constatarse como en el seno de la
Eurozona se está produciendo una tensión evidente entre las élites económicas y
financieras europeas, que asisten al desmoronamiento de su proyecto, y la
lógica económica más elemental. Todo ello en el marco de una percepción de la
Eurozona como un juego de suma negativa donde todas las partes cree que está
peor de lo que estaría si no estuviera en el euro: así, mientras que los
ciudadanos del centro tienen esa percepción porque creen que han financiado los
excesos de las economías periféricas; los ciudadanos de éstas entienden que
desde el centro se imponen políticas de austeridad de enormes costes sociales.
En el centro del problema se encuentra la posición
hegemónica alcanzada por Alemania y las peculiaridades de su estructura
productiva, principal fundamento de su potencia económica. Se trata de una
estructura productiva que, ante la debilidad crónica de su demanda interna y,
por lo tanto, ante la existencia recurrente de exceso de ahorro, se ha volcado
en el mercado externo canalizando su excedente de ahorro interno y su superávit
comercial hacia los países periféricos en forma de flujos financieros.
Para que la solución a la crisis europea no se diera en
falso sería necesario, por tanto, una reconfiguración de las relaciones
económicas al interior de la Eurozona.
Para ello, Alemania y el resto de potencias exportadoras
debería asumir temporalmente que los países periféricos acumularan superávit
por cuenta corriente con ellas para que sus procesos de ajuste, si es que se
sustentan sobre las líneas de austeridad impuestas, puedan encontrar en la
demanda externa el motor que no encuentran en la interna. Ello exigiría, por
tanto, un incremento de la demanda interna en los países centrales (vía
incrementos salariales, por ejemplo) porque, en caso contrario, los mismos se
encontrarían atrapados entre el freno a su demanda externa y la debilidad de su
demanda interna y, en consecuencia, sería más que probable un incremento del
desempleo. La otra opción sería permitir un diferencial de inflación positivo
con respecto a los países periféricos de manera que sus exportaciones perdieran
competitividad por esa vía.
Ambas opciones parecen bastante improbables: ¿alguien se
imagina, por ejemplo, a la Canciller Merkel planteado a los alemanes que para
recuperar el equilibrio al interior de la Eurozona es necesario que los
alemanes sufran una mayor tasa de desempleo o vean erosionado el valor de sus
ahorros permitiendo una mayor inflación? ¿No entrarían esas políticas en
profunda contradicción con la estrategia que Alemania ha venido implementando
desde la primera mitad de la década pasada y que estaban orientadas a reforzar
su capacidad exportadora? ¿Alguien piensa que Alemania, después de haber
buscado conscientemente estos resultados en términos de repotenciar su
capacidad exportadora está dispuesta ahora a dar marcha atrás porque los países
del sur de la Eurozona se encuentran en una crisis de la que será imposible que
salgan solos? Difícilmente esas economías estás dispuestas a ver incrementarse
su desempleo o a perder posición competitiva en los mercados mundiales para
facilitar la recuperación de las economías periféricas.
Si uno responde a las anteriores preguntas con un mínimo
de honestidad intelectual, el panorama se revela, entonces, con meridiana
claridad: parece muy poco probable que a estas alturas sea políticamente
aceptable para dichos gobiernos -y, en particular, para el alemán- asumir las
condiciones necesarias para revertir los desequilibrios comerciales entre
centro y periferia.
Por otro lado, y de cara a entender por qué el colapso del
euro me parece inevitable, debe tenerse en cuenta que el nivel de endeudamiento
público (y también el privado en ciertos casos) de algunas economías
periféricas es insostenible. Es prácticamente imposible que esas economías
puedan conseguir unos superávit comercial y/o fiscal que les permitan hacer
frente al incremento del pago de la deuda si las políticas que siguen
aplicándose son de austeridad.
Nos encontramos, por tanto, ante un callejón sin salida en
el que, en algún momento, alguna de las economías periféricas va a tener que
reconocer oficialmente su insolvencia y solicitar bien una reestructuración
completa de la deuda (que necesariamente implicará quitas muy elevadas) o bien
declarar su impago. Cuál sea la reacción de los mercados, pero también de las
autoridades europeas, en ese momento determinará radicalmente el futuro del
euro; como también cuál sea la economía que declare en primer lugar la
insolvencia: no es igual que lo haga Grecia a que lo haga España (tanto por el
grado de amortización por parte de los mercados de que esa posibilidad se
produzca como por el tamaño en términos relativos y absolutos de su deuda).
El riesgo de que, ante una declaración de insolvencia de
alguna economía periférica, se extienda el pánico en los mercados financieros y
se desencadene una tormenta financiera de repercusiones desconocidas no puede
ser descartado. El hecho de que la tensión que durante estos años atrás imponía
la evolución de las primas de riesgo de los países periféricos fuera
parcialmente atemperada por la amenaza de intervención del BCE no ha hecho que
los desequilibrios reales hayan desaparecido. Es cierto, los Estados se están
financiando a unos tipos de interés más bajos, pero con economías en recesión o
con tasas de crecimiento prácticamente nulas hecho no impide que la senda de
crecimiento de la deuda pública siga siendo insostenible. Es decir, y por
decirlo en términos más claros, el hecho de que se haya controlado la fiebre no
significa que se haya curado el cáncer que sigue corroyendo por dentro a la
Eurozona.
Es por ello que cualquiera de las amenazas que se siguen
cerniendo sobre la Eurozona pueda provocar que ésta salte por los aires en
cualquier momento y, en ese caso, el colapso del euro sería el resultado más
probable.
5. ¿Y la izquierda?
Pues me atrevería a afirmar que la izquierda está un poco
desorientada.
Una desorientación que, en primer lugar, se expresa en que
no se plantea la posibilidad de que el euro pueda colapsar y de que
posicionarse contra él, como debiera estar, solo es un movimiento anticipatorio
ante un futurible cada vez más probable.
En segundo lugar, también está ignorando que mantener
posiciones contra el euro puede tener réditos políticos tanto a corto como a
largo plazo porque la identificación que la ciudadanía está haciendo entre la
crisis y el euro es cada vez más amplia. Basta para constatarlo con analizar el
ascenso de los partidos anti euro en otros Estados europeos. Estrategia que
están aprovechando con mucho mayor olfato la extrema derecha nacionalista: el
Frente Nacional, por ejemplo, aparece en estos momentos en las encuestas francesas
como el partido político con mayor intención de voto en las elecciones europeas
y el partido anti euro alemán estuvo a punto de entrar en el Bundestag alemán
habiéndose constituido como partido político tan sólo unos meses antes de las
elecciones.
En tercer lugar, ante el temor a la sanción electoral que
los partidos de izquierda entienden que podría suponerles plantear la salida
del euro (sanción que, como acabo de señalar, no teme y, es más, está
aprovechando la extrema derecha), adoptan una posición difícilmente
comprensible desde el rol político que le es propio. Así, no cejan en la
denuncia de esta Europa del Capital y, con ella, del euro en cuanto símbolo que
la representa pero, sin embargo, no reclaman su disolución sino que aspiran a
que de la crisis surja una confluencia de fuerzas de izquierda a nivel europeo
o, al menos, de los países periféricos que permita su reforma en un sentido
progresista. Esta opción, como es evidente, exige que se alcance una
correlación de fuerzas lo suficientemente favorable para la izquierda en una
mayoría significativas de Estados europeos como para que se puedan promover
cambios radicales que permitan reorientar el proyecto europeo hacia una Europa
de los Ciudadanos. Pero, además, hay que suponer que el capital europeo, en
tanto que promotor y principal beneficiario del proyecto europeo en su actual
expresión y sobre el que no hay duda que gobierna por vía interpuesta
utilizando a una clase política que le es servil, estará dispuesto a permitir y
respaldar estos cambios o, en su defecto, si no preferirá verlo destruido antes
que en manos de las clases populares europeas.
En definitiva, las condiciones políticas de posibilidad de
que por la vía de las reformas se pueda transformar la Eurozona para
convertirla en un proyecto inclusivo y favorable a los pueblos de Europa son,
como puede apreciarse y cuando menos, de muy difícil concreción.
Y, finalmente, también es necesario plantearse una
cuestión muy concreta por cuanto de la respuesta a la misma depende la
credibilidad de las propuestas programáticas de los partidos de izquierda ante
la ciudadanía en estos momentos. La cuestión es la siguiente: suponiendo que el
euro no colapsara o que antes de colapsar permitiera el mandato de un gobierno
de izquierdas en nuestro Estado, cuáles serían los márgenes de maniobra que
tendría ese gobierno en el contexto actual para tratar de revertir la situación
de crisis y dar viabilidad económica a este país en el marco del euro y de las
instituciones y líneas de política económica que le sirven de sustento a nivel
europeo.
La respuesta a esta pregunta pone de manifiesto la débil
consciencia acerca de las condiciones que cualquier economía europea periférica
-y, por lo tanto también de España- ha enfrentado, enfrenta y seguirá
enfrentando en el terreno de juego que delimita la pertenencia al euro. Así,
ante la carencia del mecanismo que permitiría corregir automáticamente los
desequilibrios sin tener que recurrir al empobrecimiento de los trabajadores
españoles, esto es, una devaluación competitiva de la moneda y ante la
imposibilidad de desarrollar políticas industriales que reactiven el tejido
productivo devastado por la hipertrofia inmobiliaria, podría afirmarse que
España se encuentra atrapada en un callejón sin salida.
Si a ello se le unen las restricciones sobre la política
fiscal, condicionada por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento a cumplir los
objetivos de déficit y deuda pública y que, por lo tanto, se encuentra privada
de su potencial contracíclico en esta fase de recesión económica; si además le
agregamos la restricción que supone la reforma del artículo 135 de la
Constitución para la libre disposición de los ingresos fiscales, al priorizar
el pago del servicio de la deuda pública frente a cualquier otro tipo de gasto
público; si no olvidamos que los mayores tenedores de títulos de deuda pública
son los bancos españoles (o, también, su Seguridad Social) y que, por lo tanto,
cualquier quita o reestructuración de la misma afectará a sus posiciones de
solvencia y provocará nuevas tensiones sobre el sistema financiero; y si a todo
ello se le añade el pequeño detalle de que España tiene una moneda que no
controla, que no puede emitir y que, por lo tanto, carece de uno de los
principales resortes económicos para poder desarrollar políticas alternativas
frente a la crisis, las perspectivas no son nada halagüeñas para cualquier
gobierno de izquierdas que alcanzara el poder y que no se decidiera a romper
con el corsé que impone el euro sobre la capacidad de hacer política a los
gobiernos.
6. Conclusiones
En conclusión, si todo apunta a que los problemas de fondo
que han dado lugar a esta crisis no se está resolviendo sino que, por el
contrario, se están agravando; si la división entre centro y periferia se está
intensificando como consecuencia de la aplicación indiscriminada de las
políticas de austeridad; si estas políticas están agravando los problemas de
deuda pública de los Estados y deteriorando dramáticamente las condiciones de
vida de los ciudadanos; si la dependencia de los Estados de la financiación de
los mercados condiciona decisivamente sus márgenes de maniobra; si convenimos
en todo ello, entonces tan sólo podemos prever un escenario más o menos
temprano de ruptura, bien impuesto desde los mercados bien provocado desde
algún Estado.
Pero si además tenemos en cuenta que las posibilidades de
reforma se hacen imaginando unas condiciones dificultosas de alcanzar en la
práctica e invocando la participación de un sujeto, la “clase trabajadora
europea”, que actúe como vanguardia en la transformación de la naturaleza de la
Eurozona las perspectivas se ponen aún peor.
Y es que la situación de la clase trabajadora en Europa
nunca se ha encontrado más deteriorada en lo que conciencia e identidad de
clase se refiere, sin que ello merme un ápice el hecho incontestable de que la
relación salarial sigue siendo la piedra de toque esencial del sistema
capitalista. Así que plantear que el sujeto político revolucionario en Europa
en estos momentos puede ser la “clase trabajadora”, cuando una de las principales
victorias del neoliberalismo ha sido su desideologización, desestructuración y
la disolución de los elementos que configuraban su identidad de clase es,
cuanto menos, asumir que tenemos aún una larga travesía del desierto por
delante. Como escribía recientemente Ulhrich Beck, estamos en momentos
revolucionarios sin revolución y sin sujeto revolucionario.
Y la situación no puede ser más dramática si somos
conscientes de algo que todos deberíamos tener muy claro: en el marco del euro
no hay margen alguno para políticas realmente transformadoras; a lo sumo lo hay
para políticas paliativas de tanto dolor y sufrimiento social que está
generando esta crisis, pero no para alterar el sistema como tal. Por lo tanto,
plantear que lo que hay que hacer es reformar el sistema como un todo y que,
además, hay que hacerlo en el marco supranacional donde, precisamente, el
capital financiero e industrial es más poderoso es la mejor forma de invocar el
inmovilismo a la espera de una alineación de los astros que puede tardar
demasiado tiempo en producirse.
Frente a todo ello hay que advertir que la salida del euro
no supondría la solución inmediata a todos nuestros problemas. Una cosa es que
el Estado vuelva a recuperar la soberanía sobre los instrumentos de la política
económica y otra muy distinta es en manos de quiénes estén los resortes del
poder y, por tanto, el propio Estado y la capacidad de decisión sobre esos
instrumentos.
Por lo tanto, al defender la salida del euro no estoy
diciendo que con la recuperación de la soberanía económica se recuperen los
resortes del poder, pero sí que la ruptura con el euro abre el horizonte de lo
políticamente posible, incluido el cambio en la correlación de fuerzas a nivel
estatal. Un cambio que bien podría alterar radicalmente la naturaleza del
Estado y el ejercicio del poder que éste despliega o bien podría, al menos,
permitir un mayor control sobre los resortes del poder estatal por parte de la
ciudadanía.
O dicho en otros términos: la ruptura con el euro no es
condición suficiente pero sí necesaria para cualquier proyecto de
transformación social emancipatorio al que pueda aspirar la izquierda. Por lo
tanto, reivindicar la revolución en abstracto y, simultáneamente, tratar de
preservar hasta su posible reforma la moneda europea y las instituciones y
políticas que le son consustanciales en esta Europa del Capital constituye una
contradicción que requiere de algún tipo de explicación más allá de refugiarse
en que eso supondría un empobrecimiento instantáneo de la población, como efectivamente
sería, como si las políticas actuales no lo estuvieran haciendo ya o como si el
euro fuera a existir para siempre.
Alberto Montero Soler, Rebelión (Texto
redactado en octubre de 2013 para el debate interno de las CUP sobre su
posición ante al euro)