Ni europeos ni españoles, solo andaluces

Es imposible saber quiénes somos y quienes podemos o debemos ser, si ignoramos quienes hemos sido. Y para entender el pasado hay que partir de un principio previo: las ciencias en general y las sociales en particular no son asépticas, no son “La Ciencia” sino la consecuencia de la
utilización y la manipulación del conocimiento por parte del Sistema conforme a sus intereses económicos-políticos. No pretenden la búsqueda de la verdad ni la conquista de la felicidad humana, sino la perpetuación de la sociedad burguesa mediante el perfeccionamiento de los procesos de expolio económico, de control social y de adormecimiento ético e intelectual. En nuestras facultades no se enseña “Ciencia” sino solo una versión de la misma, la “ciencia” adecuada a los intereses del capital. Y esto es aún más claro si hablamos de “Historia”. Lo que se transmite como tal no es más que una mitología justificativa de la barbarie occidental y españolista, en Andalucía y el resto del Planeta.

Todo aquel que aspire a transformar la realidad tiene, ineludiblemente, que partir de un conocimiento profundo de la misma. Resultará completamente inútil la posesión de un método acertado de análisis o de un sujeto adecuado del mismo si la base de la que se parte, los apriorismos sobre los que se sustenta, son erróneos. Dicha teorización, al carecer se bases sólidas, no solo resultará inútil para alcanzar los objetivos perseguidos sino que constituirá un claro obstáculo al logro de los mismos. En este sentido, si se carece de una visión correcta sobre Andalucía, toda pretensión de emancipación de sus clases populares en general y de la trabajadora en particular, estará destinada al fracaso más absoluto. Si desconocemos quienes somos, estaremos incapacitados para comprender plenamente los orígenes y porqués de nuestra problemática y, como consecuencia, erraremos en los caminos que emprendamos para superarlas.
Miremos un mapa mundi. Si observamos los distintos continentes veremos que mientras algunos son evidentes, geográficamente hablando, otros no. Es obvio que es, por ejemplo, América o África, donde empiezan o acaban, cuales son sus límites; pero, ¿podríamos decir lo mismo de Europa? Vemos un nítido continente asiático, tan enorme que incluye subcontinentes como el indio. ¿Y donde están, sin embargo, los límites objetivos entre Asia y Europa? Las mismas características que han
determinado la conceptuación de esa enorme península del sur de Asia, la India, como subcontinente, la posee otra situada en el oeste, Europa. Solo el prepotente racismo norte-europeo hizo que no se catalogara a Europa como subcontinente asiático y se le atribuyese el ser todo un continente. Los nazis no fueron una aberrante excepción, sino la expresión más extrema e indisimulada de una ideología de “superioridad” compartida por las élites gobernantes económicas, políticas e intelectuales, burguesas europeas, vigente hasta hoy.
Europa no es una realidad objetiva. Es un artificio fruto primero de los intereses de la alianza germánico-eclesial medieval y posteriormente de la aristocracia gobernante, primero con la burguesía “comercial” y después con el capitalismo industrial. Y es una creación reciente, cuenta con poco más de mil años. Comenzó a bosquejarse cuando las elites guerreras germánicas que habían sojuzgado a las poblaciones autóctonas, como las celticas centro y norte europeas, tras el desplome del Imperio Romano, se aliaron con la Iglesia católico-romana para afianzar sus nuevos reinos. El primer resultante “continental” de dicha alianza, el primer germen de la actual Europa, se
llamó Sacro Imperio Romano Germánico. “Más claro agua”. Posteriormente, de su seno nacerán la mayoría de los reinos del “occidente europeo”. Siglos después, la burguesía los perpetuó, de ahí el origen de muchas de las falsas naciones-estado, porque servía a sus intereses de rapiña y dominio. La burguesía no pretendía la liberación popular, sino sustituir a los señores en la posesión de las gentes y el territorio. Al no poder sustentar su dominio en la “voluntad divina” ni el “orden natural
de las cosas” en que el antiguo régimen se basamentaba, utilizó para atraerse a la población conceptos ansiados como los de libertad, justicia o nación, erradicados por el antiguo Orden. Y de la misma forma que transformó la libertad social en libertad de expolio y la justicia en protección estatal de la explotación, trastocó el de nación haciéndolo coincidir con el límite de la finca arrebatada, y el de pueblo equiparándolo a la totalidad de la población que la habitaba.
Al igual que a una unicidad nominal geográfica no tiene porque corresponder una unicidad climática o biológica, en el plano humano tampoco tiene porqué conllevar una unicidad poblacional o cultural. África es ejemplo claro de ello. La realidad norteafricana y la subsahariana son completamente diferentes. Tampoco la hay en Europa entre la zona norte-central y el sur. Igual que del “creciente fértil”, esa imaginaria media luna que iría de Egipto a Mesopotamia, cabría hablar de un “creciente sureuropeo”, que partiendo del cabo de San Vicente llegaría hasta el Bósforo. Toda la zona del sur de Europa que abarca, siempre ha poseído una interrelación que compartía con el cercano Oriente y con el norte de África, las mal llamadas “influencias orientales”, convirtiendo al mediterráneo en un gran lago común. Una autopista natural de intercambio comercial, social y cultural. Los grandes ríos, lagos y mares interiores, históricamente, no han constituido fronteras o muros separadores, sino vías de comunicación y unión. No ha existido, hasta épocas recientes y de forma impuesta, una cultura europea, pero durante milenios si ha habido una mediterránea. Un andaluz ha tenido y tiene infinitamente más relación con un occitano, un griego, un palestino o un magrebí, que con un bretón, un escandinavo, un eslavo o un magiar. Europa no es más que el nombre que recibe el resultado de la dominación del norte germánico atlántico sobre el sur mediterráneo.
El “mare nostrum” era y es el marco real y natural de nuestras señas de identidad. Formamos parte del norte del Mediterráneo no del sur de Europa. Y la cultura mediterránea o “meridional” abarca a todos los pueblos bañados por sus aguas, desde hace milenios. No hablo de cultura única, sino de común cultural. Aplicando algunas teorías ecológicas totalizadoras, podría decirse que los seres humanos que convivimos en sus orillas formamos parte del ecosistema mediterráneo, que nuestra
idiosincrasia está intrínsecamente unida al marco geográfico, climático y biológico que conforma nuestro Mar. El hombre es un eslabón más de la cadena de la vida y está determinado por ella. No somos observadores o utilizadores de la naturaleza, formamos parte de ella. Eso lo comprendieron bien nuestros antepasados, por eso sus filosofías se asentaban en principios de unicidad e interrelación, no en los de división y compartimentación “occidental”. Ese “determinismo” vital o natural es el origen de los distintos pueblos y culturas. Por ejemplo; si un andaluz “vive en la calle”, mientras que un sueco no, ello está determinado por el territorio que habita, no por una elección de
su voluntad.
La península estaba y está conformada por tres realidades muy diferenciadas; un Norte y Oeste atlántico, un Sur y Este mediterráneo, y una meseta central seudoesteparia. Y a esa diversidad geográfica y biológica correspondía y corresponde una semejante multiplicidad poblacional. Un Norte y Oeste habitado por pueblos atlánticos: astures, vascones, etc. Un Sur y Este conformado por pueblos mediterráneos; tartesios, iberos, etc. Y una zona central, semiesteparia y semideshabitada, que constituía la frontera natural y una zona de confluencia de intercambios entre ambas realidades o entramados culturales. Esta diferenciación física y humana ha determinado una línea divisoria imaginaria que siempre ha dividido a la península en dos conglomerados compuestos por multitud de pueblos autónomos. Dicha línea marcaba y marca la frontera entre las culturas europea u occidental y la mediterránea o meridional. Los adjetivos “occidental” y “meridional” no poseen, en este contexto, un sentido geográfico sino social, étnico-cultural. Occidente era y es el mundo primero celta y después germánico-celta. Hoy sería esa anormalidad social, ese universo de egoísmo e individualismo destructivo representado por el capitalismo euronorteamericano.
Lo meridional era y eses esa tradición vivencial ancestral y milenaria ecológico-comunitaria que compartíamos en la cuenca mediterránea.
Formamos parte de la nación más antigua del subcontinente europeo. La mitología egipcia señalaba el origen de sus conocimientos en el Oeste. La fabulosa Atlántida se colocaba en el extremo occidental mediterráneo. Los griegos situaban su particular edén en Andalucía. El único pueblo del Oeste europeo citado por el Pentateuco hebreo es Tharsis. Habla de sus riquezas, sus tratos comerciales con el reino de Salomón y de cómo su flota arribaba con regularidad a los puertos del próximo Oriente hace más de tres mil años. Con independencia de lo mítico de todas estas referencias, su utilidad radica en mostrarnos un pasado más remoto, rico, trascendente, autóctono
y autónomo del que se nos ha pretendido hacer creer. En jurisprudencia, tres indicios pueden equipararse a una prueba. Y mientras el pasado de Andalucía puede retrotraerse al menos a hace más de tres milenios, el de España apenas cuenta con menos de doscientos años de antigüedad.
La Península ha recibido diversidad de calificativos foráneos. España es la derivación de la denominación romana: “Hispania”. Hasta el XIX, no se ha equiparado al apellido de ninguna supuesta “unidad nacional”. Globalmente, Hispania era solo un término geográfico y a nivel socio-cultural señalaba exclusivamente al conjunto meridional, la “España” de referencia para Infante. En contraposición, La España política es muy reciente. Fue primero la denominación que recibió el Imperio Castellano. Durante la época de los Austrias se hablaba de “Las Españas”, en referencia al conjunto de los reinos bajo dominio imperial. Su conversión en falso Estado-Nación por parte de la
alianza aristocrático-burguesa, aunque tiene sus antecedentes en la instauración borbónica, solo comienza a perfilarse en la primera mitad del XIX y se concretiza en la segunda. La Constitución de 1812, la llamada “de Cádiz”, afirma en su artículo 4º que: “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”.
Igualmente, define a los españoles en el siguiente artículo como: “... todos los hombres libres nacidos y avecinados en los dominios de las españas”. Aún era la España de entones más un concepto imperial, en el sentido de conjunto de territorios y pueblos bajo el dominio de una misma administración y dinastía monárquica (“las españas”), que de Estado-Nación. El cambio conceptual comienza en el periodo isabelino y se afianza con la “crisis del 98”.
El nacionalismo estatista español es muy reciente, contemporáneo del resurgimiento de los nacionalismos liberadores de los pueblos bajo yugo españolista, no anterior. España como falsa nación, como superestructura estatal, es el nombre de la estructuración y administración del poder resultante de la alianza de la aristocracia terrateniente castellana (nuestros “señoritos”) y las grandes burguesías industriales catalana y vasca. España, desde entonces, es el nombre del un nuevo y reducido neoimperio burgués, limitado a gran parte de la Península, más las “islas adyacentes” de Canarias y Baleares, y las “plazas” africanas de Ceuta y melilla. Es la concretización del imperialismo capitalista en un marco geográfico definido y bajo formalismos de
Estado-nación, los adecuados a las necesidades controladoras y monopolizadoras de materias primas, producciones, mercados y pueblos trabajadores de la burguesía.
Pero el origen de la que deriva la situación actual de nuestra tierra es muy anterior. Esta Andalucía es el resultado de una situación que en nada se asemeja a otras. Somos la consecuencia del mayor genocidio que la historia ha conocido. Ningún otro pueblo ha sufrido uno de semejantes características al nuestro. Muchos otros han sido perseguidos y masacrados, pero solo en el caso del andaluz se ha logrado su anulación como tal. Otras poblaciones han sido diezmadas y aculturizadas pero no existe otro caso de exterminio psicológico como el nuestro. Somos el único pueblo al que, además de sus tierras y riquezas, se le robó su alma. Otros han sufrido políticas de exterminio, pero los supervivientes siguen siendo conscientes de quiénes son y han sido. El nuestro es el mayor caso conocido de realización de un sistemático ejercicio de psicología de masas y de control mental colectivo mediante el terror, que ha conducido, tras siglos, al extremo de llegar a identificarnos con el enemigo, con el torturador, como en un gigantesco y sin parangón caso de mezcla de “lavado cerebral” y “síndrome de Estocolmo” social.
Nuestro caso es semejante al de aquellos niños arrancados de los brazos de sus madres y secuestrados en los campos de tortura de la dictadura argentina, siendo educados como hijos de los verdugos. Pero en el caso de nuestro pueblo no estamos hablando de unos pocos miles de seres humanos, sino de millones. Toda una nación que, ante la resistencia irreducible ofrecida al invasor, se vio sometida a un proceso de transformación obligada que ha conllevado para sus actuales descendientes no solo la total ignorancia de quiénes son y han sido realmente, sino de su propia esencia como pueblo. Como en el caso de los niños “adoptados” de la dictadura argentina, no solo ignoramos lo que somos, nuestro verdadero origen, sino que nos creemos hijos de los asesinos de nuestros padres (o sea, españoles). A otros pueblos basta con hacerles conscientes del grado de sojuzgamiento, así como de la posibilidad de liberación. Al nuestro, antes, hay que mostrarles la realidad de su ser como pueblo, de su pasado y de su presente, para que tan siquiera conciba la necesidad de hacerlo. De ahí la “obsesión” pedagógica de Blas Infante.
Andalucía fue conquistada por el Reino de Castilla (otro reino europeo fundado por una élite católico-germánica, “goda”), constituyéndose en piedra angular para su transformación en Imperio. El plan era que nuestra tierra hubiese cumplido dos papeles fundamentales; por un lado ser su granero y, por otro, ser la cabeza de puente para la conquista del noroeste africano, accediéndose y controlándose así tanto las rutas interiores del oro como las marítimas de las especies. Ceuta y melilla es lo que queda de algunas “cabezas de playa” de entonces. El “descubrimiento” de América
trastocó parcialmente dichos planes. Ya no era necesario continuar la conquista del Magreb. Andalucía, no obstante, continuó siendo la despensa del Imperio y la base de operaciones para la apropiación y explotación de los nuevos territorios. Y, tras la nueva alianza aristocrático-burguesa que propició el nacimiento de la falsa “nación española”, nuestro papel no se modificó. Se perpetuó como el de granero, proporcionador de materias primas y mano de obra barata y abundante.
Algo semejante les ocurrió al resto de pueblos del norte mediterráneo por parte de otros imperialismos germánicos. Esa es la razón de que la casi totalidad de la “Europa meridional” comparta equiparables problemáticas de subdesarrollo, aculturización, etc., con respecto a la “Europa del norte”. Somos consecuencia de un proceso invasor y colonizador y, en la mayoría de los casos, de su obligada inclusión en falsos estados-nación, en “modernos” estados “más amplios”. Somos países ocupados y expoliados. Todo los que nos sucede es consecuencia de esa condición colonial interior en el seno de dichos estados. Y esa situación opresiva y explotadora nos
determina seamos o no consciente de ella. En nuestro caso, cabe afirmar que el colonialismo europeo no se inició con la conquista de America sino con la de Andalucía. Que el Imperio Español no comenzó con la llegada a “La Española” en 1492, sino con la entrada por Despeñaperros en 1212.
Andalucía no puede buscar ni esperar encontrar “soluciones” en España ni en Europa, porque ambas son el origen de sus problemas. No oprimen esta España o esta Europa, sino toda España y toda Europa política. Ser españolista o europeísta, es pretender, consciente o inconscientemente, la perpetuación de la postración y esclavitud de nuestro pueblo. La independencia, tanto del Estado Español como de la Unión Europea, además de un derecho, en nuestro caso también es una necesidad imperiosa e ineludible. Como cualquier otro país sojuzgado, nuestra esperanza no
puede estar depositada en otro futuro que aquel que depare una Andalucía de nuevo total y plenamente libre. ¡Andaluces levantaos, pedid tierra y libertad!, dice nuestro Himno nacional. Luchemos pues por nosotros, por nuestra Tierra y por nuestra Libertad. Por ser nuestros dueños y los de nuestro destino. Por lograr ser un pueblo nacional y socialmente libre: independientes, territorial, cultural y económicamente.


Francisco Campos López (6/Junio/2014). Artículo original: Nación Andaluza-Sevilla