Aunque la estacionalidad sea uno de los factores que lleva todos los
veranos ante nuestros ojos la tragedia de las pateras, no podemos ni debemos
permitirnos aceptar esa desgracia como una rutina que acompaña al calor,
las historias de las celebrities en sus vacaciones en Ibiza o el posado
de la familia real en Marivent, eso sí, con “nuevo estilo”. Y, menos aún, no
podemos ni debemos resignarnos al lloriqueo hipócrita y al mantra del “efecto llamada”
con el que se responde ritualmente en y por buena parte de los medios de
comunicación, que acuden al asunto ante la escasez de noticias y de serpientes
entretenidas.
Por no hablar de los rutinarios pronunciamientos de la mayor parte de los
partidos políticos y, en particular, de los portavoces agosteños del PP y del
Gobierno, que son la prueba de que todo puede empeorar. Cansa, pero hay que
repetir algunos argumentos trillados, además de los que aluden a la obvia
facilidad que brindan las condiciones favorables en el Estrecho, a la
imposibilidad de pagar las tarifas de las mafias para tratar de recorrer los 14
kilómetros en navíos menos suicidas que las barcas hinchables y a la decisión
de Marruecos de mirar para otro lado.
Pero antes, un par de consideraciones elementales. La primera: hay que repetir
que hoy, menos que nunca, hablamos sólo de inmigración. Hasta el FRONTEX
(véanse las declaraciones del director adjunto ejecutivo Gil Arias, el lunes 11
de agosto, en Hora 25) reconoce que entre los más de 150.000
“inmigrantes irregulares” que se preve que lleguen a Europa en 2014 (sólo el 8%
a España), el 80% responden a un perfil de refugiados, no de inmigrantes.
Y eso obliga a todos los Estados miembros de la UE.
Les obliga jurídicamente, digo, puesto que todos son parte de los Convenios de
Ginebra que constituyen el núcleo del Derecho internacional de refugiados, del
derecho de asilo. Les obliga a acogerlos y atenderlos. Nada de centros de
internamiento y expulsiones inmediatas, menos aún colectivas, sin
establecer si cada uno de ellos tiene en efecto ese derecho. Y en segundo
lugar, repitamos que debemos asumir las responsabilidades de nuestros errores.
Algo tenemos que ver y no sólo por omisión, en los desastres que viven Estados
fallidos como Libia, Mali, Sudán del Sur o Eritrea. Algo tenemos que ver con
los conflictos que arrasan Siria e Irak. En todos esos casos (salvo Siria),
después de nuestras intervenciones lo que encontramos es una situación de caos
en la que la única forma de seguir con vida es escapar. Buscar refugio. Sus
viajes inciertos, como sentenció el periodista Pedro Blanco, tienen buena parte
de su razón de ser en nuestros fracasos y en nuestra inoperancia.
Volvamos ahora a los argumentos básicos sobre la “emergencia migratoria
estival”. Primero: no hay efecto llamada más eficaz que la desigualdad de
condiciones a uno y otro lado del Mediterráneo, la falla demográfica más
grave del planeta (más que la que separa EEUU de México y América Central).
Es así porque la relación entre el PIB y la pirámide demográfica es
radicalmente inversa a uno y otro lado. Las “sociedades adolescentes” de la
ribera sur (con más de un 60% de la población menor de 30 años) tienen un PIB
de 15 a 20 veces menor que las nuestras, las más envejecidas de Europa y casi
del mundo. Y si hablamos de esos países que continuamos denominando
“subsaharianos”, la desigualdad se multiplica.
Ante un horizonte de vida casi cerrado desde nuestra adolescencia y juventud,
¿qué haríamos nosotros mismos? ¿nos pararían las vallas, por altas que sean y
por muy coronadas de concertinas que estén? No. Y no es una novedad:
Montesquieu dejó escrito hace siglos que los seres humanos seguimos la senda
que nos lleva hacia la libertad y la riqueza, es decir, hacia una vida
mejor.
Por eso, un segundo argumento: cuando hablamos de inmigración, de emigrantes e
inmigrantes, antes de apelar a cifras y estadísticas y fijar esa enigmática
cuota de lo que podemos admitir, hay que recordar que hablamos del derecho de
todo ser humano a buscar una vida mejor. Sí, un derecho humano fundamental,
basado en la autonomía personal (y esa es la razón de la dignidad) que
deberíamos reconocer a todo ser humano: que cada uno pueda elegir cómo mejorar
su vida. Eso exige, ante todo, que se den las condiciones para no estar
obligado a buscarlas fuera de su casa: lo primero es garantizar que exista
el derecho a no emigrar, que esa decisión no sea fruto del estado de
necesidad, sino un acto libre (ninguno lo es absolutamente),de decisiones como
las que hasta hace muy poco tomábamos nosotros mismos para buscar un puesto de
trabajo en Francia, Alemania o EEUU o para irnos con nuestro amor a vivir a su
país.
Por esa razón, tenemos una obligación de ayudar a crear esas condiciones,
actuando sobre las causas de la desigualdad, por ejemplo mediante los programas
de Ayuda al Desarrollo (AOD). Esa es la respuesta adecuada. Actuar sobre las
causas de ese motor de la emigración que es la desigualdad. Y no sólo la
económica, sino que se mide en términos de desarrollo humano. Hablo de
reconocimiento y garantía de satisfacción de necesidades elementales, como no
pasar hambre, poder disponer de agua, no sucumbir al embate de la primera
enfermedad, tener un techo, un trabajo digno. Pero también de los otros
derechos humanos, los civiles y políticos y, con ello, de avanzar en
democracia.
Tercera consideración: ¿Por qué no ha funcionado nuestro modelo de AOD? Por qué
no ha dado resultados la AOD en relación con una regulación razonable de los
flujos migratorios? Responderé, para simplificar, que esa AOD incurre en dos
errores de perspectiva en torno al concepto mismo de desarrollo y al método de
la ayuda. Y en un tercero, que es consecuencia de la lógica partidista,
electoralista, que busca siempre el resultado inmediato en toda iniciativa
política y rechaza el medio y no digamos el largo plazo.
Como ha explicado muchas veces Sami Naïr (por ejemplo en la última parte de su
libro La Europa mestiza, dedicado al problema del codesarrollo), nuestro
modelo de AOD es cortoplacista, torpemente utilitarista e inspirado no ya en el
egoísmo racional, sino en el paternalismo casi colonial. Por eso es
dirigista (de Gobierno a Gobierno o de élites a élites), centralizador y acaban
primando en él los intereses del donante (los de nuestros empresarios, por
ejemplo los de la industria de armamento en los créditos FAD) y no las
necesidades del receptor. Por eso acaba fomentando círculos que en muchos casos
abocan inevitablemente a corrupción en uno y otro lado.
Y al ser cortoplacista declara su inviabilidad en términos de políticas
migratorias porque no consigue su ingenua pretensión de poner un “tapón” a la
inmigración casi de modo inmediato. Por ejemplo, vinculando la AOD al cumplimiento
de cupos policiales en el control de los movimientos migratorios, también en
las “repatriaciones” que son meras expulsiones las más de las veces. Y, desde
luego, queda muy lejos aquella exigencia de alcanzar el 0,7% del PIB en 2015.
En el caso español, so pretexto de la crisis en los últimos años del Gobierno
Zapatero y mucho más decididamente con el Gobierno Rajoy y su ministro
Margallo, las cosas han ido a mucho peor : en 4 años el presupuesto de
la AOD se ha reducido en un 70%. Como recordaba el pasado mes de marzo el
portavoz de Intermon Oxfam en la presentación de su Informe La realidad de
la ayuda 2013, el ministro Margallo ha trazado un plan prioritario de ayuda
a 23 países, entre los que no están los del Africa subsahariana, a los que ha
reducido en un 80% la AOD. Han pasado de los 1.080 millones de euros que se
destinaban en 2008 a unos 220. Es verdad que vivimos una crisis en España (que
en esos países sería el paraíso), pero como decía el mismo portavoz, querer
reducir el déficit recortando en cooperación "es como querer perder peso a
base de cortarse el pelo”.
Escribo también bajo el impacto de la muerte del religioso Miguel Pajares,
víctima del virus Ébola que contrajo intentando ayudar a los más
desfavorecidos, a los enfermos en Liberia a los que apenas podían tratar más
que con medidas higiénicas elementales y analgésicos. Su muerte se une a la de
otros cooperantes y a las más de mil víctimas en Sierra Leona, Liberia, Guinea
Conakry y ahora Nigeria. Pero el Ébola no mata más que la malaria. El
Ébola no mata más que la contaminación del delta del Niger por barcos y
chatarra que dejan allí empresas transnacionales. Ni mata más que la hambruna
que asola Eritrea o Sudán del Sur. Eso sí, nosotros en lugar de mirar esas
realidades, seguimos con la nariz en la valla y las balsas.
Javier de Lucas, 12 de agosto de 2014
Fuente original: infoLibre
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