La independencia es un término
fuerte, que concita corrientes espontáneas de simpatía entre las gentes siempre
que no afecte al propio proyecto identitario. En ese caso lo que provoca son reacciones
visceralmente antagonistas casi siempre. De forma infalible se acoge con temor desde
los poderes instituidos. Especialmente cuando se trata de un proyecto irredente
frente al Estado expresado a través de la nación y cuando la construcción nacional
del propio Estado se desmorona.
Por eso es oportuno políticamente
analizar, aunque sea muy brevemente, qué hay detrás de estas idea-fuerzas.
Desde el punto de vista
republicano-democrático, o republicano-plebeyo, de donde saldría entre otros el
pensamiento marxista, los seres humanos podemos empezar a sentirnos independientes
sólo a partir del momento en que no dependemos de la voluntad de otro para
vivir. Es decir, cuando no tenemos que trabajar para otros. O lo que es lo
mismo, cuando entre unos y otros seres humanos deja de mediar una relación de
explotación. Sólo así pueden éstos empezar a ser dueños de su propia vida.
Tal posibilidad pasa
necesariamente por la construcción de una sociedad en la que los medios de
producción y de organización estén socializados y por tanto las oportunidades
de vida niveladas. Es por eso que a esa sociedad, ya desde hace algún siglo, se
la dio el nombre de socialista.
Desde esta perspectiva la independencia
siempre requiere, por tanto, de libertad. Esto es, que las personas no estén
desposeídas de medios de vida para vivir por sí mismas.
Dicho de otra manera, la libertad
requiere necesariamente de altas cotas de igualdad social. Y sólo con libertad
e igualdad de por medio podemos empezar a hablar de democracia en sentido fuerte
en cualquier sociedad (entendida aquélla como asociada al autogobierno de las personas
en cuanto productoras y ciudadanas libres; libres del trabajo dependiente en
todas sus formas -el esclavo, el servil, el doméstico, el asalariado…-). Eso
quiere decir también que la participación y la decisión directa sobre los propios
procesos económicos, sociales y políticos, prevalecen sobre la delegación y la
representación.
¿Qué puede decirse, entonces,
acerca de la vía nacionalista a la independencia?
Para poder dar alguna respuesta
aceptable, es preciso primero que consideremos las propias vías de construcción
de la nación.
Si hablamos de Europa, las
antiguas grandes migraciones de pueblos habidas entre el fin del Imperio Romano
y la Alta Edad Media trastocarían los anteriores asentamientos ciudadanos, fundando,
cuando por fin esos pueblos quedaron asentados en unos u otros lugares al final
de la Baja Edad Media, las bases de nuevas identidades étnicas. Con ellas
regresó el sentido de la pertenencia a través de la mismidad. Esto es,
pertenecen al grupo, a la sociedad, quienes se reconocen como “mismos” en
cuanto que descendientes de una supuesta misma línea de ascendencia y en cuanto
que pretendidamente hacen las mismas cosas. No van a importar tanto las
desigualdades de estratificación o condición social, entre otras, que pudieran
existir entre quienes se atribuyen la mismidad (más tarde identidad) y que en
realidad no les hacía tan “iguales”. En todas estas colectividades étnicas,
algunas devenidas después en nacionales, la “identidad” prevalecerá por encima
de la “igualdad”. O dicho de otra forma, la identidad era la única que
confería, cuanto menos formalmente, cierta “igualdad”.
Estas identidades quedarían
especialmente ligadas al territorio, a específicas formas de organización
sociopolítica y de elaboración de los referentes mítico-religiosos, así como a claves
bien perceptibles como el vestido o la lengua. Esta última (caso de sobrevivir)
se iría haciendo el principal elemento distinguidor de esos grupos étnicos,
conforme otras iniciales características iban siendo laminadas por la
imposición de formas económicas, sociales y políticas anejas a la expansión y
afianzamiento del capitalismo.
Es de esas etnicidades que
surgiría en el siglo XIX, con la construcción del Estado que emprenden las
emergentes burguesías (como ente encargado de la gestión y administración de
las nuevas relaciones capitalistas), el proyecto nacional. En adelante la nación,
entendida como heredera de aquellos ancestrales pueblos étnicos, se entendería
posible a través de dos vías fundamentales:
1) Como sustento del Estado, que
mediante un proceso de reetnificación de las
Poblaciones incluidas dentro de
sus fronteras, aupa el mito de una gran familia de iguales en sangre: con una
pretendida misma ascendencia, misma Historia, misma cultura e incluso misma fe.
Sin embargo, la asimilación de esas poblaciones se realizó en lo cultural a
partir de una entidad étnica que adquirió una situación hegemónica o dominante
en su construcción (como el recurrido ejemplo del Estado francés en torno a lo franco.
Ejemplo que intentó seguir el español con más menguado éxito, en virtud de lo castellano).
En los planos económico y social,
los Estados europeos no pudieron empezar a generar la conciencia nacional sino
hasta la fusión en una de las dos naciones sociales: la de la gentry y la del
vulgo, esta última excluida hasta entonces de la ciudadanía. Para ello fue
imprescindible la incorporación de la cuestión social como una cuestión de
Estado, es decir, una cuestión nacional, de manera que sólo al encauzarse
aquella primera podría cobrar vida de facto esta segunda. La renta imperialista
(por la que las poblaciones de las sociedades centrales se beneficiaban en diferente
proporción de las relaciones de intercambio desigual y de la división internacional
del trabajo a favor de sus burguesías) fue decisiva en ese proceso. No hay que
ser muy agudo para darse cuenta de que esa circunstancia minó, de paso, las bases
objetivas del internacionalismo.
2) A partir del grupo étnico, por
complejización y politización del mismo en busca de su correspondencia
político-territorial y la creación de su propio Estado (muy pocas grupos
étnico-políticos dieron ese
paso). El fracaso del proyecto es proclive a conducir bien a la dilución de la
identidad étnica en el Estado, bien al irredentismo dentro del mismo.
Es ese irredentismo latente o
manifiesto el que impulsa a moverse en el terreno de lo nacionalétnico como
manera de ganar independencia frente a la entidad incluyente (el Estado). Ésta
es, indudablemente, una forma de “independencia”. Pero, en el mundo actual,
¿tiene algún contenido fáctico más, de cara a los seres humanos que componen la
entidad “nacional”, en cuanto al enriquecimiento de la calidad de vida
colectiva, la capacidad de decisión y participación democrática no sólo en el
ámbito político sino también en el laboral, o en el uso y cuidado de los
propios recursos, por ejemplo, entre otras muchas consideraciones que deben nutrir
de realidad cotidiana el concepto “independencia”?
De nuevo, para poder calibrar
mejor esto debemos dar otro paso: se trata ahora de un mínimo análisis de
coyuntura del Sistema en el que debe desenvolverse lo nacional.
Puntos de partida para sopesar la
cuestión en la fase actual del capital:
Punto 1. La reestructuración del
poder al interior de la clase capitalista conlleva profundos cambios en la
composición del poder mundial y de los poderes en cada formación socioestatal.
Pugnas por la apropiación de la
plusvalía mundial entre los diferentes tipos de capitales
(productivo-comercial, rentista y
de interés-especulativo) y unas y otras burguesías estatales.
Sin embargo y al mismo tiempo,
unos y otras se coordinan y aprovechan la coyuntura para recomponer el poder de
clase y golpear la fuerza histórica conseguida por el Trabajo, rebajando al
máximo su poder social de negociación y desbaratando todos los dispositivos de preservación
de la fuerza laboral y de regulación de la relación Capital/Trabajo, así como
las formas institucionalizadas del mal llamado “pacto de clases” a que fue
empujado el capitalismo histórico por la acción del Trabajo.
En estos momentos lo que está en
juego para el Capital a escala global es la reestructuración de su dominio de
forma compatible con la búsqueda de paliativos a la caída de su tasa de ganancia.
O lo que es lo mismo, a medio plazo se trata de recomponer drásticamente las
bases económicas del Sistema sin alterar en lo profundo la forma de dominación.
El Estado ha sido hasta ahora la
entidad reguladora de la lucha de clases, donde se dirime la hegemonía y la
capacidad de integración o fidelización de las poblaciones a la dinámica del capital
(favorecida o perjudicada en virtud de la específica posición de cada Estado en
la división internacional del trabajo, dentro del Sistema Mundial).
Pero hoy, además, entidades
supraestatales de coordinación capitalista deciden las claves en que esa
hegemonía es factible y cómo se realiza. El supra-Estado (la UE, por ejemplo)
el G-20, FMI, BM, las transnacionales o grandes grupos de poder
industrial-financieros e incluso las propias agencias de calificación de
riesgos, ajenos a cualquier atisbo de democracia, toman decisiones y ejecutan
programas de domino, sobre-explotación y desposesión que afectan tan directa
como dramáticamente a poblaciones de todo el planeta, las cuales no tienen por
lo general ni la más remota idea de unas y otros.
Aquel conjunto de entidades
internacionales encargadas de velar por los intereses del gran capital, imponen
medidas ajenas a los programas políticos sometidos a elección popular y a los compromisos
entre los agentes económicos, políticos y sociales a escala de cada Estado.
Lo cual, si por una parte
garantiza el dominio de clase y la plusvalía mundial, por otra va erosionando
la capacidad de fidelizar poblaciones en cada Estado (es decir, corroe “la paz social”),
al tiempo que desbarata los anteriores procesos de reetnificación estatal.
Y esto último es así porque al
resquebrajarse la cuestión social, la cuestión nacional vuelve a primer plano
como conflicto. Porque en el fondo en las sociedades modernas lo nacional no se
sostiene sin lo social, sin la satisfacción de las necesidades sociales. Y esto
es válido para cualquiera de las dos vías nacionales que hemos descrito.
Punto 2. La reestructuración del
sistema capitalista a escala planetaria deja atrás las bases y acuerdos que
construyeron el mundo moderno tras la Paz de Westfalia, donde la soberanía estatal
era el principio rector de las relaciones internacionales.
La mayor parte de los Estados,
más cuanto más débiles, dejan de ejercer un control efectivo sobre sus recursos
estratégicos y su industria, y en general sobre las claves que constituyeron la
soberanía de facto: política interna, política exterior, política monetaria,
fiscalidad, energía, transportes, comunicaciones, alimentación,
formación-conocimiento, etc.
Esto se traduce por una mayor
venta de recursos energético-naturales y estratégicos al capital globalizado,
así como en una presión creciente de las burguesías locales para rebajar el
precio de su fuerza de trabajo (vender más barato también a su población en el
mercado laboral global).
Hechos que, a pesar de haber sido
llevados a cabo tanto por las burguesías estatales como por las supuestamente
“irredentistas”, se siguen pretendiendo hacer compatibles con la enarbolación
del nacionalismo por ambas. Se agarran a este truco de mala magia, probablemente,
como último recurso para convocar a “la paz social” ante el deterioro de las condiciones
de vida de las poblaciones por las que dicen velar.
Se trata de un desesperado
intento de reedición de la “igualdad” exclusivamente a través de la “identidad”.
Punto 3. Mientras que la
soberanía, la democracia y la independencia real se evaporan por doquier, lo
que sí se ha extendido por todo el mundo según se expande su ley del valor es
una cultura capitalista, capaz de subordinar al conjunto de formas culturales,
principios de organización social y subjetividades a través de los que la
diversidad humana había cobrado forma hasta ahora. Una especie de metacultura diferentemente
plasmada en atención a las distintas claves históricas de cada formación social
con la que el capitalismo interacciona, pero sobre todo en función de los
diferentes grados de subsunción formal y real del trabajo al capital.
Digámoslo de otra manera, la
expansión mundial de las relaciones sociales de producción capitalistas afectan
decisivamente al conjunto de relaciones humanas, a las múltiples formas de
interpretar el mundo y, en consecuencia, a los procesos de formación de
subjetividades que nutren unas y otras formaciones sociales. La dinámica de anteriores
modos de producción ha sido radicalmente alterada y desarticulada,
destruyéndose la particular relación entre producción, circulación y consumo
que les confería su distintividad. Es decir, se trastoca radical y globalmente
el ámbito de las culturas, por lo que cada vez más formaciones sociales han perdido
el control sobre sus condiciones de reproducción social y cultural y se han
visto sobrepasadas como totalidades socioeconómicas y políticas.
Osea, que el avance capitalista
ha ido destruyendo las bases identitarias objetivas de donde surgieron las
etnicidades y después la vía nacional.
Los muy variados procesos de
subsunción real de las diferentes sociedades a la dinámica capitalista,
implican una gran diversidad de formas de extracción de plusvalía, así como de subordinación
o dominio social. En esas diferentes dinámicas y “formas” residen las
principales claves de conformación de las (nuevas) identidades y actores
sociales en el mundo actual. Si eso significa que el concepto y realidad de la
nación se pueda modificar en concordancia, está por ver.
Tengamos en cuenta que el hecho
nacional es siempre un hecho político, cuya prevalencia y plasmación fáctica,
pero también "fenomenológica", traduce, entre otras cuestiones,
relaciones de fuerza y poder. Quien domina la escena social impone su realidad
nacional. Pero además, quien impone unas determinadas formas de producción y
vida está marcando ya la cultura real en la que se mueven los individuos y
colectivos. Más allá de cualquier cultura añorada o imaginada.
¿Elegir a la nación como proyecto
emancipador?
¿Tiene sentido, dentro de estos
cauces, plantearse hoy la independencia en claves nacionales? ¿Y tiene sentido
seguir fundamentando esas claves en el componente étnico?
Ello se antoja especialmente extraño
para quienes defienden transformaciones sociales de amplio calado, teniendo en
cuenta que la nación hace prevalecer el sentido de unidad entre las clases, de
comunión en torno a una identidad que, como vimos, a la postre siempre es étnica.
Moverse detrás de las burguesías
locales que miran su mejor acoplamiento al capitalismo global, y tener como
referente, por ejemplo en el caso europeo, la Europa ultraliberal, de las grandes
corporaciones, a la que ninguna de esas burguesías pone en cuestión, es sencillamente
suicida para el mantenimiento de cualquier proyecto de soberanía nacional.
Por el contrario, cualquier
definición identitaria-territorial que busque superar la fase de
modernidad burguesa de la que
venimos, y de su destrucción de los sustentos de la ciudadanía en cualquiera de
sus versiones, debe encontrar sus claves en el pluriorigen y heterogeneidad de
sus integrantes. Debe deshacer de una vez los mitos de una única historia,
lengua, fe o tradición, ligados al primigenio concepto étnico. Para lo cual
debe necesariamente reinventar y repolitizar la ciudadanía (de manera que
asegure la participación y la autogestión, capaces de generar identidad por sí
mismas).
Sólo así puede entenderse que la
nación como propuesta de totalidad en sí y asumida de
forma más o menos pasiva, tenga
otra posible expresión en cuanto que nación-sujeto, en la medida en que se
recrea como proyecto común, capaz de trasladar a unas u otras poblaciones la
posibilidad de la autogestión (y autodeterminación), al tiempo que se sustenta
en ésta, como una construcción basada en la comunidad de posibilidades de
participación (que implica la distribución horizontal de s recursos, la
información y la decisión). Que se ampara no tanto, o no solamente, en el “qué
somos”, sino en el “qué queremos ser”, a través del voluntario reconocimiento
mutuo permanente y colectivamente renovado en el hacer autogestionado.
Eso nos recuerda que en el siglo
XX ha habido otra vía de construir la nación, que no partió de la clave étnica.
3) Los proyectos nacionales
sustentados en revoluciones políticas suscitadas por la segunda descolonización
o independencia política. A través de la hegemonía en una entidad
político-territorial determinada, de los sujetos del Trabajo como clase
heterogénea pero cuyos integrantes tienen en común ubicarse en el lado de los
explotados. No se busca, por tanto, la “reetnificación” de la población, sino
que se reivindica la nación como forma de emancipación política (contra el
colonialismo interno y externo), como proyecto libertario común soberanista.
Es decir, sería en cierta manera
un proceso inverso al descrito en la vía 1, pues se trata esta vez de una
construcción popular, por el que una concreta población con carácter de clase, actúa
para la consecución de su propia entidad “nacional”, entendida como espacio de
soberanía política, refundando el Estado (en su versión más fuerte puede
contemplar el objetivo de trascender el propio Estado y la posibilidad de
existir sin clases, en la realización de otro tipo de ciudadanía).
Probablemente los “orígenes” y
marcadores identitarios al menos relativamente “etnificados” siempre tendrán su
peso en buena parte de las construcciones territoriales del nosotros, pero la clave
es que no se erijan en elemento sine qua non, ni siquiera en el pilar de la
adscripción.
En el capitalismo global actual,
todo lo que sea poner a la nación como objetivo final, o
desideratum en sí mismo, termina
siendo además de un proyecto reaccionario por excluyente e indiferente a las
desigualdades de la división internacional del trabajo, un salvoconducto para
el fracaso del mismo (a no ser que se quiera reeditar para la nación la vía del
“socialismo en un solo país”).
Por el contrario, tenderán a ser
más viables las entidades “nacionales” que entrelacen sus fuerzas con el
conjunto de luchas y sujetos políticos que coagulan en el ámbito estatal, que
es donde todavía se mide en primera instancia la correlación de fuerzas
Capital/Trabajo.
El sentido más profundo del
inter-nacionalismo empieza ahí, como a continuación se explica.
Aunque no lo agota, obviamente,
ni mucho menos.
¿La nación como el sujeto del
“derecho a decidir”?
Desde un punto de vista
republicano-democrático es imprescindible admitir que cualquier otra forma de
constituir un nosotros podría independizarse también de la nación. Ahora bien,
¿por qué hemos de intentar rescatar o recuperar la nación para un proyecto
independentista, es decir, emancipador social, política y económicamente hablando?
¿Dónde ponemos el corte de la soberanía,
del “derecho a decidir”? ¿Por qué en la nación y no en comunidades menores o
mayores, colectivos humanos de diversos tipos, proyectos cooperativos
interculturales, sujetos constituidos a través de diversas identidades
políticas?
Una respuesta válida podría ser
aquella que argumente que es preciso elegir el ente sociopolítico con
plasmación territorial que nos pueda proporcionar mayores posibilidades de conseguir
la democracia como “derecho a decidir” permanente a un mayor espectro de población,
no sólo en el ámbito político-institucional sino también en la esfera social y económica,
en la oficina y la fábrica, en el barrio y en la comarca, en la escuela y en el
espacio doméstico.
Quienes así aducen aprecian la
nación por su correspondencia territorial, como reflejo social del ámbito
estatal (o bien como un ámbito territorial irredente al Estado), donde hasta
ahora se ha resuelto el entramado de la reproducción y legitimidad del orden
burgués. También por su capacidad de aglutinamiento, arrastre y arraigo
histórico. Sobre todo si tenemos en cuenta que la cuestión nacional resurge con
fuerza toda vez que la cuestión social se deteriora (aunque generalmente lo
haga en forma defensiva, tendente a excluir a los de fuera –y por tanto reaccionaria-,
en busca de un pasado perdido de pertenencia nacional identificada con la garantía
de la cuestión social).
La clave radica en que unas
condiciones construidas históricamente que fueron capaces de generar una
identidad digamos “pasiva”, dada, puedan constituir un sujeto colectivo activo,
con proyección política.
Entonces la nación, como proyecto
irredente susceptible de devenir insumiso a las políticas desplegadas por el
capital global y como confrontador de los procesos en curso, podría erigirse en
un ente por la pugna de la independencia, esto es, de la democracia.
Para ello, sin embargo, no
deberían perderse de vista al menos dos condiciones sine qua non.
Una, tener en cuenta y combatir
la división de clases interna, llevando a cabo el proceso de independencia como
parte de la hegemonía popular de clase. Dos, realizarlo imprescindiblemente a
través del internacionalismo, pero no en el sentido débil de “hacer o mirar por
otros”, sino en el fuerte de “federar” o “confederar” esfuerzos y formas de autogobierno
y de producción-distribución-consumo. Aquí hay que combinar el ámbito estatal, como
prioritario hoy por hoy, con el interestatal.
Las fuerzas para cumplir esas dos
condiciones no pueden venir del pueblo o la nación, entendidos como entes
homogéneos que diluyen en una supuesta identidad (ya sea “étnica” o “popular”)
la estratificación interna y las desigualdades sociales. La transformación
social no deviene tampoco, ni mucho menos, de un ente amorfo “que no se sabe
qué es”, y que no tiene ideología, o que se predica, a la estela de la nefanda
moda postmoderna, “más allá de izquierdas o derechas”, “postpolítico”. No
perdamos de vista que las manidas alusiones al 99% reproducen el sentido de
homogeneidad social que tan a menudo critican a la nación.
Así que aquí no queda más remedio
que ser clásicos e innovadores a la vez.
Clásicos en el tomar buena nota
de las bases teóricas que nos han sido legadas por las luchas precedentes. Lo
importante es siempre quién hegemoniza un determinado proyecto. Por eso la construcción
de un bloque social (conscientemente interclasista) con vocación de
constituirse en hegemónico es vital para la izquierda integral (la que busca
transformar el sistema, no hacer cambios en el mismo). Esa es su diferencia con
quienes pretenden llevar a cabo reediciones frentepopulistas o más
inconsistentemente aún recuperaciones de la nación 4 o la multitud del 99%, en
tanto que sujetos más allá de las clases.
Donde estamos obligados a
innovar, en cambio, es en la interpretación actual y construcción de ese
posible bloque social y de su propia hegemonización interna. Todo lo cual no
puede desligarse, como siempre fue así, del riguroso análisis de fase del
capital, de las fuerzas internas con las que se cuenta, las que hay que
enfrentar y las posibles oportunidades y dificultades que ofrece el plano
interestatal en el que hay que concurrir.
La Política en grande requiere
de, e implica, una guerra de posiciones (Gramsci dixit), esto es, una reforma
cultural profunda (un “acto pedagógico”) que transforme los cimientos
culturalideológicos de la sociedad, para iniciar un periodo de “doble poder”
que vaya más allá del cambio de poder formal, y sustente una cultura distintiva
de verdad.
Esto es vital para quienes
quieren salvaguardar un lugar a la nación en los procesos transformadores. Pues
sólo en otras relaciones sociales de producción podremos tener realmente otra
cultura.
También sólo siguiendo esa estela
la nación podría ser un elemento de combate social. Una construcción histórica
propia de un espacio-tiempo político y económico susceptible de dejar paso a
otras formas más completas, ricas y solidarias de integración social y relación
humana, donde la identidad se construya fundamentalmente en torno a la igualdad
de condiciones de vida.
A. Piqueras, Antropólogo Social
de la Universitat Jaume I
Fuente original:
www.sinpermiso.info, 2 de febrero 2014