La izquierda transformadora puede perder la oportunidad de
protagonizar un momento histórico de cambio de régimen. En la elección entre el
conservadurismo unionista y la doble ruptura, no debería tener muchas dudas.
La izquierda debe estar siempre junto al dominado
Para afrontar el problema sin subterfugios, la izquierda
debe empezar asumiendo que estamos ante un conflicto entre naciones: entre la
nación catalana y la nación castellano/española. La plurinacionalidad del
actual estado español tiene raíces históricas, mil años atrás. Pero lo que más
cuenta en estos momentos es que, a pesar de los muchos avatares, el pueblo
catalán sigue sintiéndose una nación diferenciada y así lo ha expresado
reiteradamente. No se trata, por tanto, de un conflicto entre nacionalistas y
no-nacionalistas, sino entre dos nacionalismos enfrentados.
En segundo lugar, la izquierda debe denunciar que en este
enfrentamiento, el nacionalismo español es el expansionista, mientras que el
catalán sólo intenta defenderse. Por no remontarnos más atrás, en los últimos
300 años ha habido una voluntad manifiesta y hasta “decretada” de asimilación,
con sólo momentos esporádicos de pactos, como en la 2ª República o en la
Constitución actual. Pactos que en vez de ser el punto de partida de una solución
definitiva, han venido seguidos de regresiones (en lo competencial, económico,
lingüístico, cultural,…) como la que estamos viviendo.
En tal situación, la izquierda no puede sino dar su apoyo al
agredido. Los llamamientos al diálogo y al acuerdo, las apelaciones al
internacionalismo y a la solidaridad, deben siempre supeditarse al cese de la
agresión y al respeto mutuo, para que no den pie a prolongar el statu quo. Es
tramposo el “pactas o te quedas como estás”, más aún cuando el dominador ha
desoído la mayoría de las ofertas y ha incumplido las pocas que ha aceptado.
No es creíble la alternativa federal mediante la reforma de
la Constitución
En particular, es desde la igualdad previa cuando pueden
plantearse estructuras auténticamente federales o confederales, nunca desde el
sometimiento de una de las partes. Una oferta de reforma federal partiendo de
la situación actual, condicionada al beneplácito de la parte dominante y
renunciando de entrada a que el minoritario tenga derecho a romper la baraja, es
claramente una oferta injusta.
Además es totalmente inviable, ya que está fuera de duda que
el PP no va a permitir ninguna reforma constitucional que dé cabida a una
alternativa federal. De hecho ni siquiera ningún acuerdo político o legislativo
en esa dirección, aunque no requiera modificar la Constitución.
Pero tampoco el PSOE tiene credibilidad en este tema. Tuvo
su oportunidad cuando la reforma del Estatut, con Zapatero en Madrid y Maragall
en Barcelona. Pero lo que hizo fue, primero, “cepillar” la propuesta
proveniente del parlamento catalán (y hasta jactarse de ello) y después
minimizar la sentencia del Tribunal Constitucional que lo remachó. En estos
momentos su propuesta federalista es pura retórica, más allá del documento de
Granada que más bien confirma su escasa voluntad y espíritu federalizantes.
Más en general, las voces federalistas no se han oído hasta
hace poco, cuando el movimiento soberanista ha desbordado todas las
previsiones. De ahí que la vía federalista no sólo se perciba inviable, sino
poco creíble y hasta sospechosa. El federalismo es una alternativa
perfectamente legítima y loable, pero en las presentes circunstancias puede
sonar a oportunismo, como un refugio para esquivar el auténtico problema. O
bien, peor aún, para salvaguardar los equilibrios internos, dando pábulo a las
acusaciones de que los partidos están más pendientes de sus propios conflictos
que de los problemas de la ciudadanía.
¿Apelar al sentimiento unionista?
Quizá conscientes de la debilidad argumental de esa tercera vía,
vemos proliferar apelaciones a los sentimientos unionistas. Por ejemplo, en la
reciente visita de Susana Díaz a Barcelona. La izquierda no debe minimizar
(como ha hecho en otros momentos) estos sentimientos identitarios, pero tampoco
sobreponerlos a los socio-económicos generales.
Menos todavía caer en alarmismos sobre tensiones sociales o
familiares, muy lejos de la realidad, y que en el mejor de los casos confunden
“aflorar conflictos” con “crearlos”. Dichos eventuales conflictos emocionales
no arrancan del proceso soberanista, sino de mucho antes, como denunció por
ejemplo el expresident José Montilla. Como en otros procesos de separación,
ésta no es la causa de las tensiones, sino el efecto de las mismas.
Por la doble ruptura democrática
En cualquier caso, la izquierda debe prestar especial
atención al análisis de clase. Obviamente, la independencia no va acabar con la
política de recortes de Artur Mas, ni con la de austeridad de Merkel. Pero
parece claro que sitúa a las clases populares catalanas en mejores condiciones
para combatirlas. No sólo por proximidad, sino porque el nuevo escenario
político será probablemente más propicio a la izquierda. En particular, la
derecha verá minimizados sus argumentos victimistas e identitarios, quedando
más al descubierto su voluntad neoliberal.
De hecho ya en los últimos tiempos el centro de gravedad se
está desplazando hacia la izquierda moderada, y podría ir más allá si la
izquierda transformadora abandonara sus vacilaciones. El movimiento soberanista
popular busca liderazgos que de momento sólo encuentra en Mas (abanderando un
independentismo en el que no creía pocos años atrás), Junqueras, Forcadell…,
pero que probablemente desearía más a la izquierda. La mejor prueba de que el
actual secesionismo no es derechas es la ya descarada (por ejemplo, en La
Vanguardia) oposición de la oligarquía, que defendía un nacionalismo
autonomista, pero se alarma con la independencia.
Algo parecido puede decirse del resto del Estado, donde la
derecha tanto ha rentabilizado electoralmente el anticatalanismo. Ciertamente
la clase obrera vería reducidos sus efectivos combativos, pero ganaría un
valioso ariete contra el régimen actual. Un régimen tambaleante, pero aún
resistente frente a tantas movilizaciones y mareas de distintos colores. La
secesión de Cataluña supondría un poderoso revulsivo para poner en cuestión el
sistema y en particular el bipartidismo que lo ha sustentado. Otra vez la
prueba del nueve es la feroz resistencia de la oligarquía.
Para ello la izquierda transformadora debe abandonar sus
vacilaciones, salir del rebufo del PSOE y apostar decididamente por la doble
ruptura. La cerrazón de unos y la tibieza de otros nos han llevado a la
degradación económico-social y al enfrentamiento nacional. Se necesita una
alternativa que rehabilite internamente el estado y recomponga exteriormente
las alianzas con la nueva república catalana.
No sería la primera vez que ante una movilización popular
imprevista, a la izquierda le entra el vértigo del manual y se refugia en la
duda y la pureza. Así, esperando “su” revolución, se queda sin ninguna.
Josep Ferrer Llop, ingeniero industrial, es catedrático de
matemática aplicada y ha sido rector de la Universitat Politècnica de Catalunya
(UPC)
Fuente Original: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=6669