Una de las características de los establishments políticos y mediáticos españoles, centrados en la
capital del Reino, Madrid, es definir como nacionalistas a aquellos movimientos
o partidos periféricos (basados en establishments nunca se definen
como nacionalistas, reservando dicho término para definir a los movimientos y
partidos de la periferia del país, pero nunca para aquellos asentados en el
centro.
Catalunya, en el País Vasco o en Galicia)
que consideran a sus comunidades como naciones. Los autores pertenecientes a
estos
Esta situación no deja de ser paradójica, pues tales establishments enfatizan que España sí
que es una nación, y que es además indivisible, negando que haya ninguna otra
nación en el país.
A lo máximo a lo que se llega es a admitir (como lo hace la Constitución
Española) que hay nacionalidades, que es la versión “light” de nación,
comparable a región, utilizándose los mismos términos –nacionalidad y región–
de una manera casi intercambiable.
Esta visión convierte al nacionalismo españolista –que es el
producido y reproducido en los establishments
políticos y mediáticos basados en Madrid– en un nacionalismo exclusivista,
considerado por los nacionalismos periféricos, con razón, como asfixiante. En realidad,
este nacionalismo españolista es el más fuerte y dominante en la cultura
política y mediática del país. Oír a un José Bono o a un Fernando Savater, por
ejemplo, autodefinirse como no nacionalistas es abusar del lenguaje. Ambos son,
en realidad, profundamente nacionalistas. Es más, el nacionalismo españolista
ha sido el más racista de todos los nacionalismos que hayan existido en España,
un racismo definido más por características culturales y religiosas que por
propiamente étnicas. Por cierto, no utilizo el término españolista como
insulto, como tampoco considero un insulto utilizar el término catalanista,
ampliamente utilizado en Catalunya por las opciones políticas que se definen
como tales, sin ningún perjuicio.
En realidad, la nación española se creó con los Reyes
Católicos, con la expulsión de los judíos y los musulmanes, y con la conquista militar
de las Américas, conquista que se presentó como la misión civilizadora de un
imperio, identificado con una raza. De ahí que el día del descubrimiento de
aquel continente por parte de las fuerzas lideradas por Cristóbal Colón pasara
a conocerse durante muchos años como el Día de la Raza.
Se me dirá, con razón, que todos los imperios se basaron en
un concepto racial. Y, por lo tanto, el Imperio español no fue una excepción.
Pero la gran diferencia en el caso del Imperio español es que los herederos de
aquel imperio nunca han reconocido (con contadísimas excepciones) este hecho, y
todavía menos han pedido perdón por la victimización de otros grupos (también
llamados razas) que la supuesta raza española realizó. El Estado español nunca
ha pedido perdón a los judíos o musulmanes que fueron asesinados o expulsados
de España, ni a las poblaciones indígenas que fueron eliminadas por los
conquistadores españoles. Que ni siquiera se le haya ocurrido al Estado español
pedir perdón es simplemente porque nunca ha considerado que hiciera nada
reprochable o inmoral, pues la Iglesia Católica siempre ha aprobado tal
victimización, presentándola como civilizadora de las víctimas.
El necesario
antiimperialismo no ha surgido todavía en España.
Desde hace ya décadas ha habido en varios países con pasados
imperialistas, como el Reino Unido y Francia, movimientos y voces críticas que
han cuestionado la idealización de aquellos imperios, mostrándolos como lo que
fueron: un gran pillaje a otros pueblos, cuyo conocimiento debería generar
deshonor a aquellos países. Y en
EEUU, por ejemplo, el Congreso admitió y pidió disculpas por
el genocidio realizado por el Estado federal contra las poblaciones indígenas.
Hay un sano surgimiento de una crítica antiimperialista en un número creciente
de países. Pero no en España.
A lo máximo a lo que se ha llegado es a permitir a los
judíos expulsados de España que recuperen (sus sucesores) la nacionalidad española.
El Edicto de Expulsión (conocido como el decreto de la Alhambra) del 31 de
marzo de 1492 ordenó a los judíos convertirse al catolicismo o ser expulsados
de España. No fue hasta el año 2012 que se permitió la recuperación de la
nacionalidad a los herederos de aquellos que escogieron irse, bajo condiciones
muy limitadas que serían eliminadas muchas de ellas por la propuesta que acaba
de hacer el Ministro de Justicia, Sr. Gallardón.
La lentitud en el reconocimiento de una injusticia por parte
del Estado español (sin que se acompañara de una disculpa) ha sido remarcada
por el Presidente de la Conferencia de Rabinos Europeos, el cual ha indicado,
con ironía, que tal admisión de error de un hecho cometido en 1492 “ha sido un
poquitín lenta, aunque es mejor que se haga ahora que nunca”. Por lo visto, la
embajada española de Tel Aviv y el consulado de Jerusalén, en Israel, han sido
invadidos por solicitudes.
Ahora bien, el racismo del nacionalismo español es
selectivo, pues no hay que olvidar que los musulmanes fueron también obligados
a convertirse o bien fueron expulsados (entre 275.000 y 350.000). Y nada se ha
dicho de ellos. Ni que decir tiene que ninguna medida se ha tomado para
facilitar la recuperación de la nacionalidad española a los herederos de las
familias musulmanas expulsadas.
Cuando el ministro Gallardón presentó su propuesta de
invitación a los sucesores de los judíos expulsados a reintegrarse a España, lo
hizo para enviar el mensaje al mundo de que “reflejaba la realidad de España como
una sociedad abierta y plural”. Pero, por lo visto, eso no atañe a las familias
musulmanas que también fueron expulsadas de España. Como es lógico, la Junta
Islámica se ha quejado de que “esta discriminación sigue unos criterios
racistas” (citada por Faisal Kutty en su excelente artículo “Sapin’s Apology”,
publicado en Counterpunch, 24.03.14,
del cual extraigo la mayoría de datos y citas).
Esta situación debería dar pausa y reflexión a aquellos
autores nacionalistas españolistas (que niegan ser nacionalistas) y que continuamente
publican críticas de todo tipo, incluyendo de racismo, contra los nacionalistas
periféricos. Sería deseable que fueran más autocríticos y que reconocieran que
el racismo de su nacionalismo ha sido el más acentuado y el que ha tenido unas
consecuencias más violentas de todos los nacionalismos existentes en España.
Así de claro.
Vicenç Navarro, Catedrático de Ciencias Políticas y
Políticas Públicas. Universidad
Pompeu Fabra, 1 de abril de 2014