Decía Marx hablando de la revolución aquí que “España no ha
adoptado nunca la moderna moda francesa, tan en boga en 1848, de comenzar y
acabar una revolución en tres días. Sus esfuerzos en este línea son complejos y
más prolongados. Tres años parece ser el plazo mínimo que se impone el país a
sí mismo,
mientras que el ciclo revolucionario se extiende a veces hasta
nueve”. Si uno contempla esta afirmación escrita en 1854 a la luz del ciclo
1931-1939, y el más reducido de 1936 a 1939, no deja de sorprender, a pesar de
que se refería al pasado y no al futuro. En el mismo sentido, la eclosión del
15-M, que parecía anunciar en sus inicios una transformación revolucionaria
inmediata, debe enmarcarse en un ciclo largo de gran transformación política.
Si ya muy pronto pareció que su irrupción apenas tendría efectos en el sistema
político institucional, mutando en una y mil iniciativas a nivel sociopolítico,
lo cierto es que en este ciclo largo donde estamos inmersos todavía nos quedan
muchas más irrupciones por ver. De hecho, su emergencia se inscribió en el
marco del ciclo electoral que se inició con las municipales del 22 de mayo de
2011 y terminó con la victoria del PP (aunque sería más preciso hablar en este
sentido de la derrota del PSOE, ya que el partido conservador apenas había
incrementado su número de votos desde 2008), el 20 de noviembre de 2011.
Entre
ese momento y el actual hemos vivido un interregno donde de forma invisible
millares de microcambios, pequeñas decisiones, mil acciones, se pueden hacer
evidentes de nuevo en el espacio político en el nuevo ciclo electoral que ahora
reprendemos. Nada será en este sentido igual a como fue.
Prácticamente en el mismo momento que Marx escribía sus
análisis sobre el carácter de las revoluciones en la piel de toro, otro
pensador y político Pi y Margall, el único socialista en España según el propio
Marx y posteriormente presidente de la Primera República, desarrollaba los
principios de su futuro "constitucionalismo revolucionario". Su
intento no era otro que el de impulsar una revolución donde “no sólo es
necesario acabar con la actual organización política, sino también con la
económica; que es indispensable, no ya reformar la nación, sino cambiar la
base”. Para ello, recogiendo una tradición muy anterior, partía de un
federalismo que tenía como raíz el municipio como forma de reconstituir una
sociedad libre entre iguales desde del núcleo más básico y cercano del poder
institucional.
Iniciar un amplio proceso de transformación revolucionaria
tomando como base el poder local podía parecer extraño, en un período donde se
estilaba más el asalto directo al Estado. Pero Pi y Margall, en este sentido,
no hacía sino recoger una realidad del pasado para reformularla para propio su
futuro. La vitalidad de la vida local en la península, que fascinaba al propio
Marx, estuvo en la base de la resistencia a la invasión napoleónica en 1808 y
se constituyó en uno de los polos de tensión en el marco de la revolución
liberal, pero quizás fue ya entrado el siglo XX donde el municipalismo mostró
toda su fuerza. El Pacto de San Sebastián, acordado en agosto de 1930 por
personalidades tan dispares entre ellas como Alejandro Lerroux o Jaume Aiguader
de Estat Català, entre muchos otros, significaba la alianza para acabar con la
primera Restauración monárquica en el siglo XX. Una alianza posible entre
fuerzas muy diversas entre sí, y a veces confrontadas, a partir de un horizonte
común: la proclamación de la República. Pero una cosa era el acuerdo, otra muy
diferente su realización, para ello se recurrió a dos medios “clásicos”: o bien
una huelga general o bien una insurrección. Basta decir que los dos medios
fracasaron. Parecía que el intento de implementar un nuevo sistema político
democrático se había quedado sin alternativas. Lo parecía.
El 12 de abril de 1931 unas elecciones municipales donde se
presentaban múltiples organizaciones políticas, algunas a penas acabadas de
crear un mes antes de la contienda, con programas diversos, pero con un acuerdo
común al entorno de la democracia, marcaron el inicio del fin de la
Restauración. No ganaron en la mayoría de poblaciones, de hecho lo hicieron las
fuerzas monárquicas, pero sí que lo hicieron en los principales centros urbanos
y las capitales de provincia del país. Lo que vino después es de sobra conocido,
el 14 de abril se declaraba la República Catalana en Catalunya al mediodía,
mientras que por la tarde ya en Madrid nacía la República española. El
municipalismo, en forma de último regalo de ese gran progenitor de las
izquierdas que fue Pi y Margall, había sido inesperadamente clave. En la Puerta
del Sol de Madrid una niña levantada por su padre ante la multitud oía de su
labios “¿Lo ves hija? Es el futuro”, mientras en Barcelona la joven escritora
Mercè Rodoreda lo sentía “com un aire que va fugir i tots els que després van
venir mai més van ser com l’aire d’aquell dia que va fer un tall a la meva
vida”
La potencia de ese momento y de esa posibilidad no quedó
encerrada en los años treinta. Para Manuel Fraga, flamante ministro de
Gobernación del primer gobierno de la monarquía de la Segunda Restauración
después de la muerte de Franco, constituía una de sus principales
preocupaciones ese “fantasma de las elecciones de abril de 1931”; a la que vez
que, para una parte de la oposición, una de sus principales esperanzas. Es por
ello que las elecciones municipales fueron puestas al final de todo el ciclo
electoral, cuando toda la arquitectura constitucional ya estaba cerrada, y no
se celebraron hasta 1979. Es esta potencia la que probablemente veremos también
puesta en juego en las elecciones municipales de 2015. Todo parece girar hacia
ello. Lo hará así sin duda en Catalunya, donde una tradición ya larga de
municipalismo alternativo se puede recombinar con nuevas fuerzas emergentes que
nos pueden llegar a sorprender a todos. La hará también más que probablemente
en otras parte del Estado, donde la emergencia de Podemos, tercera fuerza
electoral en las elecciones recientes en Madrid, Aragón, las Islas Baleares o
Asturias, no se agotará sólo en las europeas y puede converger con otras nuevas
y viejas fuerzas políticas. Mientras en otros espacios, como Valencia, Galicia
o Andalucía, pueden surgir intentos en el mismo sentido. Esta posibilidad será
fuerte o débil, eso no lo sabemos, pero es una posibilidad que permite una
iniciativa ofensiva y a la vez defensiva. Ofensiva en el sentido que en un
marco de procesos agregados puede tomar un significado político que va más allá
de la realidad local, como así fue en aquel abril de 1931. Defensiva en el
sentido que es precisamente en ese espacio donde ahora hay más posibilidades
para construir un espacio de preservación y transformación de la vida de la
ciudadanía y de conexión con todos esos nuevos principios que los movimientos
de resistencia a esta crisis han empezado a tejer.
Dicho en palabras de Pi y Margall, porque es el espacio
donde se puede dar “la acción libre de todos elementos de progreso que existen
en el reino, la mayor posibilidad en la aplicación de teorías o sistema nuevos,
una mayor rapidez en la marcha colectiva”. Veremos, en todo caso nada será como
antes.
Dicho en palabras de Pi y Margall, porque es el espacio
donde se puede dar “la acción libre de todos elementos de progreso que existen
en el reino, la mayor posibilidad en la aplicación de teorías o sistema nuevos,
una mayor rapidez en la marcha colectiva”. Veremos, en todo caso nada será como
antes.