Al borde del abismo

Hace ya mucho tiempo que el progreso celebra una victoria pírrica sobre la naturaleza. Decía Simone Weil que “el progreso se transforma, a todos los efectos, en una regresión”. Este verano se ha publicado un manifiesto titulado ‘Última llamada’ en el que un grupo importante de científicos, ecologistas y ciudadanos de relevancia social llaman la atención sobre los grandes riesgos medioambientales que tiene el planeta. Como, a pesar de su importancia, ha pasado desapercibido en los medios de comunicación, merece la pena detenerse en el contenido de su angustioso llamamiento a la ciudadanía. Y de paso reflexionar sobre la necesidad y la posibilidad de un nuevo horizonte económico, social y cultural.
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El manifiesto plantea que si se mantienen las tendencias de crecimiento vigentes (económicas, demográficas, en el uso de recursos, generación de contaminantes e incremento de desigualdades) en el siglo XXI se producirá un colapso civilizatorio. El progreso, tal y como se venía entendiendo está en quiebra por el declive en la disponibilidad de energía barata, los escenarios catastróficos del cambio climático y las tensiones geopolíticas por los recursos. Se llega a afirmar que la vía del crecimiento es ya un genocidio a cámara lenta.
Rechaza las consideradas hasta ahora soluciones: no bastan los mantras cosméticos del desarrollo sostenible, ni la mera apuesta por tecnologías ecoeficientes, ni una supuesta “economía verde” que encubre la mercantilización generalizada de bienes naturales y servicios ecosistémicos. Y rechaza, por supuesto, las recetas del capitalismo por considerar que un nuevo ciclo de expansión es inviable y nos colocaría en el umbral de los límites del planeta: La sociedad productivista y consumista no puede ser sustentada por el planeta.
Defiende la necesidad de construir una nueva civilización que asegure una vida digna a más de 7.200 millones de personas que habitan un mundo de recursos menguantes. Y solo se puede conseguir con cambios radicales en los modos de vida, las formas de producción y sobre todo en los valores. El objetivo es recuperar el equilibrio con la biosfera, y utilizar la investigación, la tecnología, la cultura, la economía y la política para avanzar hacia ese fin.

Pero apunta que lo que llama la Gran Transformación se topará con dos obstáculos titánicos: la inercia del modo de vida capitalista y los intereses de los grupos privilegiados. Defiende una ruptura política profunda con la hegemonía vigente para evitar el caos y la barbarie. Y sitúa un nuevo principio rector de la economía que tenga como fin la satisfacción de necesidades sociales dentro de los límites que impone la biosfera, y no el incremento del beneficio privado. Un modelo que asuma la realidad, haga las paces con la naturaleza y posibilite la vida buena dentro de los límites ecológicos de la Tierra. No hacer nada, o no hacer lo suficiente, nos llevaría al colapso social, económico y ecológico. Estiman que queda un lustro para un debate amplio y transversal en el que hay que ganar a grandes mayorías para un cambio de modelo económico, energético, social y cultural.
No es un alarmismo infundado. La Organización Meteorológica Mundial afirma que la acumulación de gases de efecto invernadero marca otro máximo histórico, que registra el mayor incremento anual en 30 años de CO2. Por ello, la propia Organización de Naciones Unidas (ONU) prepara un nuevo y detallado informe sobre el cambio climático y no hay buenas noticias. The New York Times ha tenido acceso a un borrador del mismo, y la ONU es más tajante que nunca: si los países no hacen nada para impedirlo, las consecuencias del cambio climático para el planeta serán “severas, continuas e irreversibles”.
La incógnita es saber qué alternativas ecológicas y energéticas pueden implementarse que sean a la vez rigurosas y viables. Para ello es muy recomendable el libro colectivo Qué hacemos frente a la crisis ecológica que desgrana una amplia serie de propuestas. Defiende la sostenibilidad en su dimensión ecológica, social y económica: la reproducción y producción de las sociedades humanas en su contesto biosférico. Y propone más de una decena de principios de una práctica sostenible a tres escalas: micro (personal o comunitaria), meso (provincial y estatal) y macro (internacional). Son principios como el de suficiencia en el uso de recursos disponibles, cerrar el ciclo de materiales (residuos), evitar los contaminantes, el criterio de cercanía, energía justa y solar, potenciar la diversidad e interconexión biológica, aprender del pasado y del contexto, tener una velocidad de vida acoplada a los ciclos naturales, la interdependencia y la actuación desde lo colectivo, considerar el entorno de incertidumbre en que vivimos, y la capacidad de metamorfosis.
Pero una economía sostenible no es compatible con el sistema capitalista que explota al hombre por el hombre y a la naturaleza entera. Hablar de economía ecológica supone cambiar el concepto de riqueza y de calidad de vida que se refleja en cuestiones como la esperanza de vida, la educación o la percepción de felicidad. Y ello no tiene correlación con el consumo. De ahí que aprender a vivir con menos materiales y energía es una obligación por los límites físicos del planeta. La clave está en si se hace desde un reparto más justo y equitativo de la riqueza.
Otro sistema es necesario y urgente antes de que el viejo mundo nos asfixie y arruine el planeta. De lo contrario, entraremos en una situación de desigualdad y de catástrofe como la que describe Antonio Turiel en su relato Distopía III. La tempestad y que la presenta como de ciencia ficción para que no entremos en pánico. Desgraciadamente, nos asustaremos como niños pequeños. Algo que no estamos tan lejos de ser por un comportamiento irresponsable que nos lleva a quemar el mundo para que funcione la locomotora del crecimiento al grito de ¡más madera!