“Para nosotros, el
contenido del proyecto revolucionario es que la gente llegue a ser capaz de
tomar las cuestiones sociales en sus propias manos y la única vía para lograrlo
es que la gente vaya tomando más y más los asuntos sociales en sus manos”.
~ Cornelius Castoriadis (1979)
“…lo que cobra
forma es una sociedad otra: el objetivo es el poder, no el estado, o sea
organizarse como los poderes de una sociedad otra”.
~ Raul Zibechi (2010)
Hoy
en día, el antagonismo social sucede en términos marciales. La dominación
capitalista resuelve sus contradicciones, ya no concediendo ciertos derechos y
privilegios a los oprimidos, como ha hecho en el pasado, sino imponiendo un estado de excepción
permanente, donde todas las medidas de
ingeniería social están justificadas y todas las protestas son percibidas como
una iniciación de hostilidades. Llegar a un nuevo equilibrio sigue siendo un
reto; y ese reto se abordará solo con la del contrapoder social en el centro de
la escena política.
En este contexto sociohistórico, la
posibilidad de un gobierno de izquierda emerge en Europa, con la coalición de
izquierdas Syriza de Grecia y el recién llegado Podemos de España como su
vanguardia, en respuesta a la perspectiva del autoritarismo neoliberal
consolidado sobre una base nacional.
Los
periodos de crisis son momentos de antagonismo social, en los que se licúan las
posiciones de las fuerzas sociales contestatarias. En la presente crisis, los movimientos sociales autónomos emergen
de las contradicciones del capitalismo moderno como los principales sujetos
colectivos con un potencial para una transformación radical y un cambio social. Ellos constituyen el principal oponente a la dominación capitalista
en la actual confrontación social y cualquier conflicto dentro del aparato del estado
y del gobierno es, esencialmente, un reflejo del flujo y reflujo de las
movilizaciones sociales. Siendo conscientes de que el nuevo mundo que anhelamos
solo puede venir a través de las luchas desde las bases, tenemos que contemplar
seriamente la posibilidad de un gobierno de izquierdas. Los efectos de tal
victoria electoral serían ambiguos para los movimientos de base, ya que, por un
lado, esa victoria podría inclinar el equilibrio de poder y, por tanto, dar un
poco de oxígeno a los movimientos en su enfrentamiento a la dominación
capitalista, pero, por otro, podría acelerar la inquietante tendencia a la cooptación y asimilación de
los movimientos sociales por parte de la lógica de la gestión estatal.
Burocracia de
izquierdas y estado
En
teoría, la izquierda comunista se relaciona con el estado en términos
instrumentales. La conquista del estado burgués se presenta como un mal
necesario en el camino hacia el poder obrero. Esta visión, sin embargo, se sumerge
–incluso en el puro nivel teórico– en una serie de contradicciones. Incluso en sus versiones más sofisticadas no aborda la cuestión de la
relación dialéctica entre la burocracia del partido de la vanguardia y la
autonomía del mundo del trabajo, ni la posibilidad de conseguir una transición
a una sociedad igualitaria, cuando existe tal disparidad entre los medios
usados y las metas propuestas.
Pero
en la praxis social, la experiencia histórica de la relación entre partidos de
izquierda y el estado es aún más compleja y contradictoria. En el siglo XX,
casi la mitad del planeta ha sido gobernada por burocracias de izquierdas que
ejercitaron el poder apartadas de las clases sociales a las que decían
representar. En la mayoría de victorias de la izquierda –electorales u otras–
las formas populares de organización, sean soviets, consejos de trabajadores o
asambleas, fueron suprimidas sumariamente por el poder central de la nueva
clase directiva. Pero incluso allá donde no llegaron a tener el poder
estatal, las burocracias de
izquierda operaron meramente como agentes de mediación y delegación de poder
político, en vez de ser una expresión del sujeto colectivo del movimiento
obrero. En un intento de vencer al estado
burgués con sus propias armas, modelaron sus estructuras organizativas sobre
los elementos más reaccionarios y jerárquicos del mismo estado burgués,
anulando, así, cualquier tentativa de autoexpresión autónoma de los
trabajadores.
Sin
embargo, mucho ha cambiado desde el apogeo de los movimientos obreros hasta
hoy. En el contexto europeo, una posible conquista del poder estatal por parte
de un partido de izquierdas no se ve ya como el mal necesario, sino como un objetivo estratégico para mitigar el
impacto sobre el tejido social del asalto neoliberal. En la mitología de izquierdas moderna, el estado es visto
implícitamente como la última frontera de la política “real”, opuesto al
creciente poder social del capital; de este modo, la crítica de la esencia
burguesa de la naturaleza del poder estatal puede ser ignorada. Esta concepción
del estado, sostenida por la mayoría de los partidos de izquierda
contemporáneos, se está quedando rezagado tras, incluso, enfoques anteriores de
la izquierda socialdemócrata, que al menos conservaban una mínima conexión con
la meta estratégica de la transformación social.
Sin
embargo, la estrategia de la salvación social mediante la conquista del poder
estatal sigue pareciendo atractiva a una parte de los estados oprimidos, que
aún preservan recuerdos del estado del bienestar de tipo norte-europeo y
piensan en la movilización colectiva como un medio de presión para extraer
concesiones del principal agente de mediación del antagonismo social, es decir,
el Estado. Mientras que es tentador para mucha gente pensar hoy en día en el
Estado del bienestar de la post-guerra como el único medio con sentido y
efectivo de garantizar derechos sociales y económicos para el grueso de la
población, hoy es evidente
desde una perspectiva histórica que tal equilibrio no fue más que un arreglo
temporal, limitado en su alcance, diseñado
para apaciguar las clases trabajadoras de los poderes post-coloniales que se
iban radicalizando y para evitar la amenaza soviética.
Asimismo, las administraciones de
izquierdas de hoy en día no se esfuerzan en representar en la política
sistémica a los emergentes sujetos sociales radicales, ni tampoco están
intentando potenciar la emergencia de abajo hacia arriba de nuevas condiciones
para nuestra existencia común, condiciones que son ahora omnipresentes en las
movilizaciones sociales que suceden en cada continente del planeta. En vez de
eso, atienden las expectativas de la vulnerable clase media de retornar al
Estado del bienestar del pasado, donde la dominación capitalista se ejercía
todavía en términos de consenso social y equilibrio de poder más que mediante
la cruda imposición.
Es
comprensible que el ambicioso programa de Syriza de redistribución de la
riqueza a favor de las clases medias y bajas despierte la imaginación de los
movimientos sociales de Europa; al fin y al cabo, en el contexto presente, hay
un cierto heroísmo quijotesco en el neo-keynesianismo de Syriza, contrapuesto
en la escena global a un neoliberalismo omnívoro, que, tras saquear el Sur
Global durante décadas, ahora consume la periferia europea y avanzará pronto
hacia el centro.Esto explica
las proporciones casi míticas que cobra la fama de Syriza fuera de Grecia y las
altas expectativas que el ascenso electoral de este partido ha creado.Estas contrastan con las de sus seguidores locales, quienes saben muy bien
que, aunque puedan conseguir el poder del Estado, la capacidad del partido para una
reforma radical será extremadamente limitada.
Aducimos
que la aspiración de las clases medias venidas a menos de retornar a una etapa
“humana” del capitalismo no será cumplida. El estado-nación contemporáneo está
sumido en una crisis severa, tanto por las inherentes contradicciones de sus
instituciones de representación como por la expansión del poder social del
capital y sus estructuras no estatales. Hoy, más que nunca, la conquista del poder estatal no significa la
conquista del poder social. Además, la
confrontación contemporánea se desenvuelve entre el cada vez más consolidado
poder social del capital y el contrapoder social de los oprimidos.
La
transformación social radical del mañana no será un producto del estado burgués
y sus instituciones de representación, sino de la subversión de las
instituciones de Estado y de la emergencia de estructuras sociales de poder
inmanente a la sociedad e inseparables de esta. Bajo estas condiciones, la conquista del Estado burgués por parte
de una administración de izquierdas puede ir en detrimento de los movimientos
autónomos si no ayuda a expandir estos
espacios vitales de desarrollo de su poder social contra el poder del
estado-nación y contra el capital internacional.
Sin
embargo, nuestro rechazo de la línea reformista defendida por los partidos de
izquierdas contemporáneos no implica una adopción acrítica de la política
revolucionaria tal y como se definió en el siglo XX. En el capitalismo tardío
del trabajo inmaterial y fragmentado, de las nuevas formas de disciplina
mediante la deuda y tácticas de miedo, de centros de poder opacos muy alejados
de la población que gobiernan, no hay un Palacio de Invierno que asaltar ni
tampoco posibilidades de vencer al enemigo en términos militares. El barrio, la calle y la plaza pública han
substituido ampliamente a la fábrica como epicentro del antagonismo social y de
clase. Reconceptualizar la comunidad,
romper el aislamiento social, crear estructuras horizontales y participativas
basadas en la igualdad, solidaridad y el reconocimiento mutuo y construir redes
entre esas estructuras son actos sociales que hoy constituyen la praxis
revolucionaria.
Como
siempre ha sucedido, la transformación social radical verdadera puede ser solo
producto de una confrontación de un modo pre-existente de existencia social
ampliamente difundido con las estructuras de dominación y no las acciones de
unos pocos iluminados que rediseñen la sociedad en el interés de la mayoría. Por lo tanto los movimientos
sociales más novedosos no buscan reformar las estructuras políticas y
económicas existentes, sino construir alternativas en el millar de grietas del
sistema actual, es decir, allá donde los valores capitalistas no pueden
imponerse. Establecen la gestión colectiva de
los bienes comunes, a través de la autogestión horizontal de comunidades que
emergen a su alrededor, contra la atomización del mercado capitalista y la
burocracia del Estado. Así, construyen las condiciones materiales de la
autonomía política, asegurando la reproducción social que el estado y el
mercado ya no quieren proporcionar y crean nuevos imaginarios de cooperación social para sustituir a los valores dominantes de movilidad social
individual y prosperidad material.
Movimientos
autónomos y gobiernos de izquierdas
La
tensión entre los movimientos autónomos y los gobiernos de izquierdas se
evidenció en Sudamérica durante la década pasada, con la re-emergencia de la
izquierda de orientación estatal en el subcontinente. La tradición autónoma
tiene profundas raíces en Latinoamérica, en gran parte debido a la organización
política de los pueblos indígenas, siendo el ejemplo más prominente –aunque no
el único–los Zapatistas; pero también debido a las prácticas de una serie de movimientos
rurales y urbanos cuyas luchas no siguen el camino marcado: los sin-tierra de
Brasil, las fábricas recuperadas o los piqueteros en Argentina, las guerras de
agua en Bolivia, etcétera.
Mientras que estos movimientos se hicieron
fuertes en condiciones de ataque neoliberal, en la década pasada tuvieron que
enfrentarse a una serie de gobiernos progresistas, que eran, a su vez,
productos de la agitación social causada por dicho ataque: desde la modesta
socialdemocracia de Lula en Brasil y Kirchner en Argentina, hasta los
experimentos de transformación política radical como el de Chávez en Venezuela.
Un
primer resultado obvio del predominio de los gobiernos de izquierda fue la
mitigación (aunque no la completa eliminación) de tácticas represivas. La
retirada del apoyo gubernamental a los matones de los terratenientes y las
organizaciones paramilitares, el descenso en las incidencias de tortura y
encarcelamiento, marcó una gran diferencia para estos movimientos, que han pagado un precio muy alto en
sangre por su acción política.
Otro
aspecto positivo fue el cese de muchos proyectos neoliberales tan espectaculares
como destructivos. Sin embargo, muchos de los gobiernos “progresistas”, usando
el discurso del “desarrollo económico”, restablecieron esos grandiosos planes
disfrazados de “inversiones de interés nacional”. Cierto que Venezuela, donde
un cierto tipo de autonomía popular floreció bajo el mandato de Chávez,
constituye un caso especial dentro de este paradigma. Sin embargo, la insistencia en los
combustibles fósiles como motor del crecimiento económico se lleva a cabo a
menudo a expensas de la población local e indígena. Es evidente que todos los gobiernos, de derechas o de izquierdas,
siguen comprometidos al imaginario capitalista de un crecimiento ilimitado a
cualquier precio.
De
todos modos, la mayor amenaza que representan los gobiernos de izquierdas para
los movimientos de base es la pérdida de su autonomía. Los gobiernos de
izquierda admiran a los movimientos sociales por los lazos de solidaridad que
construyen entre ellos, por su conexión con la sociedad, por su imaginación y
creatividad para solucionar problemas y, lo más importante, por el gran cambio
que pueden llevar a cabo con fondos escasos o inexistentes. Con ese espíritu,
muchos gobiernos de izquierdas latinoamericanos han intentado utilizar a los
movimientos para ejercer política social, convirtiendo a los más prominentes
activistas en burócratas, usando políticas asistencialistas para apaciguar a
los sectores radicales y librando
una guerra encubierta contra los movimientos que no se querían alinear con la
línea gubernamental, hasta incluso llegando a acusarlos de ser agentes de las
fuerzas de derechas.
A
través de este tipo de política de “la zanahoria y el palo”, no sólo el Estado
se enriquece con el dinamismo de los movimientos sociales, sino que estos
últimos se subordinan a las prioridades del Estado, perdiendo su momento y a
menudo desvaneciéndose. En Grecia se experimentó una situación similar cuando
el “radical” y socialdemócrata PASOK llegó al poder en 1981, marcando el final
de la efervescencia política que caracterizó el periodo tras la transición
democrática de 1974, y asimilando muchos movimientos sociales dentro del
régimen corporativo que estableció. Más o menos en los mismos años, puede verse
un caso similar en España con el gobierno Socialista de Felipe González.
Movimientos
contemporáneos como sujetos colectivos por el cambio social
En el
momento de escribir este artículo, un largo ciclo de movilización social está
tocando a su fin en Grecia y en el mundo, dejando atrás un importante legado de
estructuras que operan mediante democracia directa (cooperativas de
trabajadores, asambleas locales, centros sociales, redes de solidaridad,
movimientos en defensa de los comunes, emprendimientos de economía solidaria);
pero también deja un gran fatiga y frustración ya que el programa de reformas
neoliberales se está llevando a cabo punto por punto a pesar de los mejores
esfuerzos –a un elevado coste personal– de innumerables activistas sociales. A
causa de esta frustración, es fácil para los colectivos dejarse llevar hacia la
introspección que propicia que ciertas partes del movimiento –ya propensas a
esas prácticas– regresen a la persecución de la “pureza ideológica” y del
sujeto revolucionario “real”, una cruzada que en el siglo XX ya ha mostrado ser un camino sin retorno
hacia la insignificancia política y el sectarismo.
Esta frustración y la falta de una visión
concreta de transformación social desde abajo dejan un vacío que es explotado
por los partidos de la izquierda parlamentaria para reforzar la lógica de la
mediación política y para convertirse fundamentalmente en agentes del deseo de
cambio social. Repitiendo las prácticas del siglo XX, usan su posición hegemónica
para apropiarse de la plusvalía política de la movilización social y crean
estructuras de representación dentro de los movimientos, restringiendo o
marginalizando las demandas que no encajan en su agenda política y así
desviando la acción de los sujetos sociales hacia el camino parlamentario.
Ciertamente,
hay mucho camino por delante para los movimientos horizontales nacientes antes
de que consigan trascender sus circunstancias locales y particulares, conectar con un devenir político más
amplio y crear nuevos espacios políticos donde podamos debatir y decidir juntos
los términos de nuestra existencia común –es
decir, progresar de la coexistencia a la cooperación–. Sin embargo, los
movimientos horizontales y prefigurativos, a pesar de ser una minoría, constituyen
hoy la principal fuerza antagonista al sistema actual de dominación que muy
rápidamente está alcanzando sus límites sociales y ambientales.
Los
movimientos autónomos están orientados no a la toma de poder, sino a su
dispersión: imaginan nuevas instituciones descentralizadas para la gobernanza
de la vida social y económica para reemplazar la democracia burguesa, que está
inmersa en una profunda crisis estructural de reproducción social,
representación política y sostenibilidad ecológica. Eso no conlleva disponer de un programa
bien definido de ejercicio del poder, sino de forjar lazos e instituciones que
puedan permitir la síntesis de lo específico y local con lo general y
universal. Las luchas por los comunes, por el
conocimiento, la tierra, el agua y la salud, dejan tras de sí un legado de
instituciones accesibles y participativas, que pueden formar la columna
vertebral de un nuevo tipo de poder: el poder de las personas y no de los
representantes.
Los
esfuerzos del comunitarismo libertario apuntan hacia la creación de comunidades
políticas activas y al uso de las
instituciones locales como bastión contra el capitalismo global y como un campo
apropiado para la aplicación de los preceptos del decrecimiento y de la
intervención local. La promesa de la autogestión del
trabajo, de las cooperativas de trabadores y de la producción entre pares
indican un camino dentro, contra y más allá del estado y del mercado. En
cualquier caso, la nueva fuerza constituyente será diversa, reflejando la
infinidad de subjetividades militantes que engendra la dominación del capital
en todos los aspectos de la vida social.
Ciertamente
no hay nada inevitable en la emergencia de este nuevo mundo, ninguna
certidumbre teleológica de que esto va a suceder así, de la misma manera que
las predicciones deterministas del siglo XIX del advenimiento de una sociedad
libre no se han cumplido. La lucha de las personas para prevalecer sobre la
dominación del capital tendrá lugar en el campo contingente del antagonismo
social, y dependerá de su
determinación a convertir la frustración en creatividad social para liberarse
de identidades restrictivas y de certidumbres ideológicas, para ignorar las promesas de mediación y reinventarse a ellos mismos
como sujetos sociales instituyentes.
Antonis Broumas es abogado, investigador y activista
enfocado en la interacción entre la ley, la tecnología y la sociedad. Participa
en movimientos sociales que promueven la autonomía social y los comunes
globales.
Theodoros Karyotis es sociólogo,
traductor y activista que participa en movimientos sociales que promueven la
autogestión, la economía solidaria y la defensa de los comunes. Escribe en
autonomias.net.
Fuente: www.diagonalperiodico.net