Los del Sur estamos
acostumbrados a que los del Norte se burlen de nosotros y nos
estigmaticen como perezosos, pícaros, exagerados, graciosos profesionales,
adictos a la mamandurria y otras lindezas semejantes (se podría decir algo
parecido en la relación Occidente-Oriente). Los del Norte han llegado a la
conclusión de que el haber acumulado capital en un determinado momento
histórico y por unas determinadas razones históricas, es una prueba de su
superioridad (racial, nacional, religiosa, ideológica…).
Limitan la epopeya de la humanidad a
los últimos tres o cuatro siglos y se olvidan de que su vanguardia estuvo antes
en Babilonia, Persia, Egipto, Grecia, Roma, China, los imperios maya y azteca,
Damasco, Bagdad, Sevilla, Córdoba, Granada, Florencia, Venecia…
Y ni se les pasa por la cabeza la idea de que lo actual no es lo definitivo. Creen, con la misma fe
que el descerebrado del ISIS cree en todo lo que le diga su jefe, que la caída
del Muro de Berlín y la hegemonía del capitalismo financiero septentrional es
el hegeliano Fin de la Historia.
¡Pobrecillos!
Los andaluces, para limitarnos a España, estamos acostumbrados a que nuestro
modo de hablar la lengua de Cervantes sea motivo de risa (aunque esté en
sintonía con la mayoría latinoamericana de castellanohablantes) y a que los
lastres estructurales de nuestra tierra no sean interpretados como las
consecuencias de una situación
semicolonial de varios siglos de duración, sino como la prueba
de una vicio trascendente de nuestra identidad.
Y así muchos del PP, CiU y, ahora,
Ciudadanos, esa marca blanca para que los conservadores sigan
votando conservador sin demasiada vergüenza, sueltan cada dos por tres
gilipolleces como: “Hay que sacar a Andalucía del pelotón de los torpes”
(Rafael Hernando); “Mientras en Cataluña se hacía la revolución industrial,
otros pastoreaban cabras” (Francesc Homs) o “Quiero enseñar a pescar a los andaluces” (Albert
Rivera).
La cosa es aún más grotesca cuando un individuo tan moralmente podrido como
Monago, aquel que iba a Canarias a pasárselo bien con su amante a costa del
contribuyente, intenta hacer risas con unos dibujos animados que pretenden
demostrar la superioridad de los
extremeños sobre los andaluces tan sólo porque están un poquito
más arriba en el mapa. Cosas veredes, amigo Sancho….
Déjenme decirle una cosa al tal Monago. Andalucía arranca en el Rastro de
Madrid y termina en Tombuctú. Eso si lo medimos a lo largo, porque, si lo
medimos a lo ancho, arranca en Orán y termina el El Algarve y, muy
probablemente, en La Habana y más allá. No hablo de una Andalucía política o
administrativa –que no se asuste nadie–, sino de ese estado de espíritu, de ese
modo de vivir lo local en lo universal, esa cultura mestiza e inconfundible que aparea el Sur con el Norte
y el Este con el Oeste, que define lo andaluz. Así que, “señor” Monago, cuando
un extremeño tira piedras contra un andaluz, lo hace sobre su mismo tejado.
Ni que decir tiene que los
empresarios alemanes dicen maravillas de la laboriosidad y
disciplina de sus trabajadores turcos, griegos, italianos, españoles y
portugueses. Aunque sea en la intimidad, cuando no les está grabando un
reporterucho del Bild. Y lo
mismo podría decirse de los empresarios catalanes cuando hablan de sus
asalariados andaluces, murcianos o extremeños. Pero los políticos derechistas
alemanes, al igual que sus compinches vascos, catalanes y madrileños, saben que
puede ganarles votos eso de apelar a
la “idea” de superioridad ontológica de los suyos frente a los
emigrantes meridionales.
Sí, lo sabemos, un desdichado trabajador alemán (o francés o catalán) puede sentirse muy de la Tribu Superior con esa basura ideológica.
Hasta puede estar dispuesto a consentir rebajas salariales, recortes sociales y
pérdidas de libertades y derechos si a él se le sitúa, aunque sólo sea
retóricamente, en el seno del Pueblo Elegido. La naturaleza humana es así:
puede aceptar pérdidas objetivas a cambio de compensaciones subjetivas. Les
pasó a los trabajadores alemanes con Hitler (quizá les está ocurriendo de nuevo
con Frau Merkel), podría pasarles a
los franceses con Le Pen… and
so…
Esto, permítanme que les diga, sí que
es populismo y no lo que se ahora se asocia con reivindicar
unos mínimos de libertad, igualdad y fraternidad. Populismo, disculpen si me
equivoco, es apelar a los más bajos
instintos de la plebe usando entelequias como la raza, la
nación o la religión.
La España nacional-católica (y sus parientes catalanes, tanto monta, monta
tanto) no acaba de entender lo que es Andalucía. Sigue exhibiendo una mentalidad de ocupante cortijero:
el señoritismo bético, el paletismo penibético que fusiló a Lorca. Por eso se
estrella electoralmente una y otra vez cuando viene con monsergas de manualillo
neoliberal elaborado por un becario de una Escuela de Negocios sobre la
vagancia y el subsidio.
La mayoría de los andaluces curramos
como el que más y nos encantaría vivir en un mundo de verdadera
igualdad de oportunidades. Pero también, damas y caballeros –reconocerán la
generosidad del tratamiento, ¿no?– del PP, CiU, Ciudadanos y demás empleados de
la banca, creemos en la justicia y la fraternidad.
Somos mestizos, no pura sangre; hijos, nietos y bisnietos de íberos, tartesios,
romanos, vándalos, godos, árabes, persas, bereberes, castellanos, gallegos,
ingleses, franceses… Y sí, jódanse,
nos gusta cantar mientras trabajamos.
Javier Valenzuela, Infolibre, 11 de marzo de 2015