Le robo a
Galeano el titular. Corresponde a un artículo que publicó en la revista Triunfo en enero de 1977 y que cambió mi
vida. "Escribir, ¿vale la pena?", se preguntaba.
Aquel artículo
cayó en mis manos en medio de una clase de matemáticas. Lo devoré. Yo acaba de cumplir
16 años, estudiaba en horario nocturno y trabajaba en diurno desde los 13 años.
Desde niño me
sentía periodista, pero hasta que no releí una y mil veces aquel escrito de Eduardo
no supe que lo era.
Decía:
"Uno escribe, en realidad, para la gente con cuya suerte o mala suerte uno
se siente identificado, los malcomidos, los maldormidos, los rebeldes y los
humillados de esta Tierra, y la mayoría de ellos no sabe leer".
Le busqué en
tiempos en los que no había Internet. Le escribí, por carta postal a un
apartado de correos. Como si fuera un talismán, siempre guardé su postal de
respuesta junto a mi pasaporte, no sé por qué: "En marzo iré a Madrid, por
cosas de trabajo -decía-, y sería bueno que nos sentáramos en alguna mesa de
café, por el rato que tengas, para contarnos las cosas que salgan". Hace
casi 40 años de aquel primer abrazo. El Día Internacional del Beso debería
cambiar de nombre y llamarse, en memoria suya y en la Günter Grass, el Día de
los Abrazos.
Cuando yo
trabajaba en El País ofrecí una
entrevista con él al entonces jefe de Cultura, Juan Cruz. Dijo que sí, aunque
jamás la publicó. Eduardo me la concedió siguiendo sus perversos hábitos de castigar
con sueño y hambre a quienes querían entrevistarle. Me citó a las siete de la
mañana en la casa de Mario Benedetti. Pero lo malo no es eso, lo peor es que faltaban
tres horas, eran las cuatro de la madrugada cuando decidió la cita y llevábamos
muchas, muchas cervezas encima. Me recibió en pijama, pero yo había tenido
tiempo de ir a casa, afeitarme, acicalarme y ponerme corbata, cosa que sabía
que le fastidiaba enormemente.
Hemos reído
mucho juntos, en muchas ciudades del mundo. Con él, con sus hijas, con mis
hijos, con su preciosa esposa, Helena Villagra. Hemos llorado juntos algunas
muertes, como la del más fascinante poeta español que he conocido en vida,
Julio Vélez. A veces, Galeano me daba sus manuscritos para que opinara. Tuve en
mis manos las cuartillas de una de sus mejores obras, la Memoria del fuego, pero se molestaba cuando le decía, pasados los años,
que debería alternar el ejercicio de la literatura con el del periodismo; que a
mí quien realmente me gustaba era el Eduardo periodista.
Eduardo logró
lo increíble en el peligroso ejercicio de la palabra: combinar lo que susurra
el corazón con las consignas humanas que nunca caducarán. Logró entregar la
palabra a quienes nacieron sin acceso o sin derecho a la palabra. Frases
cortas. Adjetivos selectivos, elegidos a conciencia entre la infinita gama de
los candidatos. La pluma en una mano y el hacha en la otra, como le enseñó Juan
Rulfo. Textos cortos, destinados al alma.
Y así logró
llegar a los más jóvenes. Los adultos le echaban en cara sus posiciones políticas
mientras los adolescentes aplaudían que reclamara el mandamiento que Dios olvidó
promulgar: "Amarás a la naturaleza de la que formas parte". Sus
charlas públicas estaban siempre atestadas de chavales y chavalas. Tenía magia,
magnetismo. Tenía el don de la palabra y el de la persuasión. Oírle hablar en público
era una lección magistral de comunicación verbal y no verbal. Pero nunca, nunca
jamás sentí que el éxito se le subiera a la cabeza. La palabra era un deber
para él. Y ese será su legado. Legado que compartía con otro escritor al que
admirábamos, Pablo Salinas, autor de otro título que hoy reivindico en el
nombre de mi amigo fallecido: La
responsabilidad del escritor.
Escribir no es
un acto inocente, ni es gratuito, ni vale la pena hacerlo sin correr un riesgo.
Eduardo Galeano jamás fue inocente de nada. Convertía en textos brillantes y públicos
los sueños que su mujer le contaba al despertar, los colores con que ella
adornaba la ensalada. Y por eso, tal vez por eso, supo definir el compromiso de
vivir de una forma tan bella como exigente: "Tienen el color de la tierra
los que se revolcaron en el barro, y el de la ceniza los que buscaron calor en
los fogones apagados. Verdes son los que frotaron sus cuerpos en el follaje y
blancos los que se quedaron quietos".
Blancos
quedaremos si no aplicamos aquello a lo que Eduardo Galeano dedicó su vida: la
defensa de
la palabra.
Miguel Ángel
Nieto (1960) es periodista, fotógrafo y realizador. Comenzó escribiendo en el
diario El País y participó en la creación de medios como El Globo,
El Sol, Liberación, Brecha (de Uruguay), entre otros muchos.
Artículo original: El País, 13 de abril de 2015