Esos primeros centímetros de suelo que cargados de
nutrientes lo hacen fértil y productivo; las gotas, la humedad que permite a
las plantas absorberlos y llevar a cabo la fotosíntesis que las hace crecer; y
la sangre que nos mueve. Son los tres elementos básicos que permiten a la
humanidad cultivar y cosechar los alimentos que nos dan y garantizan la vida.
Pero en muchos lugares del mundo, la tierra, el agua y el sudor -cual tres
heridas- son explotados para un propósito muy diferente a la
sostenibilidad de la vida: la simple acumulación de capital.
Así vemos cómo los incalculables beneficios económicos que
genera el aceite de palma son directamente proporcionales a las enormes
pobrezas de países donde crece la palma, como el Congo. Vemos que las muchísimas
hambres de Paraguay se corresponden a los muchísimos beneficios de la
producción de soja que allí es monocultivo de pocos. O que la
economía de Israel genera gran cantidad de ganancias a partir de una
agricultura que nada hace por mantener la vida, al contrario, la hiere tres
veces, hasta matarla.
Eso podemos concluir cuando leemos el reciente informe
de la organización Human Rights Watch (HRW) llamado ‘A punto para el
abuso’, en el que se denuncia una vez más cómo las haciendas agrícolas
israelís, ilegal e injustamente instaladas enasentamientos en Cisjordania, son
un impedimento absoluto para que la población palestina de la zona pueda sacar
sus vidas adelante.
Se trata de una economía agraria sustentada en la triple
usurpación de los recursos mencionados. Con muros y ejércitos, las haciendas
están ocupando las mejores tierras del valle del Jordán. En concreto de sus
160.000 hectáreas, Israel ya se ha apropiado más de 125.000, o lo que es lo
mismo, millones y millones de toneladas de materia orgánica, minerales,
microorganismos… Ubicadas mayoritariamente sobre los acuíferos de la zona,
ejercen un control y acaparamiento del agua casi absoluto para su agricultura
de regadío intensivo. Y, duele escribirlo, entre las manos que las trabajan
hallamos cientos de niñas y niños palestinos que cambian la escuela por
peligrosos y malpagados trabajos en las haciendas para ayudar a sus
familias y porque otro futuro ya no creen tener.
Pero su presente son duros trabajos agrícolas y el relato de
los 38 menores entrevistados por HRW lo constata: «Dijeron que habían padecido
náuseas y mareos. Algunos afirmaron haber sufrido desmayos mientras trabajaban
en verano a elevadas temperaturas, que a veces superan los 40 grados a la
intemperie, y son incluso mayores dentro de los invernaderos donde trabajan
numerosos menores. Otros menores -continua el informe- dijeron que habían
sufrido vómitos, dificultades respiratorias, irritación en los ojos y
erupciones cutáneas tras haber rociado plaguicidas o haber estado expuestos a
ellos, incluso en espacios cerrados. Algunos afirmaron sufrir dolores de
espalda tras cargar pesadas cajas con productos o llevar contenedores mochila
con plaguicidas».
Y este ultraje, ¿dónde encuentra los réditos? ¿Qué dinero
circula para consolidar lo que bien podríamos considerar un segundo apartheid?
Gracias a muchas movilizaciones sociales, como por ejemplo la campaña
internacionalBDS, Boicot, Desinversiones y Sanciones, sabemos que muchas
de las verduras y frutas producidas en estos asentamientos son exportadas a
Europa y que se ofrecen en muchos comercios y supermercados etiquetados sin
ningún rubor con un inofensivo ‘Made in Israel’. El producto estrella son los
preciadosdátiles medjoul que nos llevamos a la boca sin saber que la mayor
parte de ellos han sido cultivados sobre tierras expropiadas a la población
palestina.
El informe de HRW es contundente también en cuanto a sus
conclusiones y recomendaciones, afirmando que tanto las políticas israelís de
ocupación de territorios con estas fincas como la explotación de menores son
graves violaciones de los derechos humanos y que, desde luego, «Israel debería
desmantelar los asentamientos y, mientras tanto, prohibir que los colonos
contraten a menores, conforme lo exigen las obligaciones asumidas por Israel en
tratados internacionales sobre derechos de los niños y los trabajadores»; así
como «otros países y empresas deberían concluir las relaciones comerciales con
los asentamientos, incluidas las importaciones de productos provenientes de
estos».
Situaciones como esta nos hacen entender que el pensamiento
hegemónico de reducir la economía a la generación de riqueza monetaria nada
tiene que ver con su función de satisfacer las (verdaderas) necesidades
humanas. Y añado, que frente a economías de muerte, el boicot se convierte es
un gesto de amor para la vida.
Gustavo Duch. El Periódico de Catalunya, 7 de mayo de 2015