(Reproducimos
a continuación la versión castellana de la conferencia inaugural de Josep
Fontana, miembro del Consejo Editorial de SinPermiso, en el simposio “España contra
Catalunya: una mirada històrica (1714-2014)”, celebrado en Barcelona el pasado
12 de diciembre)
La mayor de las pérdidas que sufrió
Cataluña como consecuencia de la derrota de 1714 fue, en mi opinión, la de un proyecto
político que, en el transcurso de más de cuatrocientos años, desde las Cortes de 1283 hasta las de
1706, había elaborado un sistema de gobierno
representativo que, con la
democratización que había culminado con las cortes de 1702 y
1706, [1] figuraba entre los más avanzados y
democráticos de Europa, según habría de
reconocer el propio Felipe V al
justificar su voluntad de destruirlo con el argumento de que los catalanes, después de lo que habían
conseguido en las últimas Cortes, tenían más libertades que los ingleses con su gobierno
parlamentario.[2]
El miedo a que ese sistema pudiese
conducir a la creación de una república, como temía el
conde de Montemar, quien afirmaba que
los catalanes eran “idólatras en sus privilegios, con unos visos de república en su media
libertad, que si no la han logrado entera, no se dude que lo han pretendido”, [3]
no estaba justificado. El republicanismo aparecería en los
momentos finales de la resistencia, hacia
1714, en un clima de exasperación, cuando se sabía que Felipe V no aceptaba hacer ninguna concesión
con respecto a la conservación del sistema político
catalán. [4]
Sostengo que ésta fue la pérdida más
grave, porque el conjunto de leyes, libertades y garantías que integraban este sistema
era necesario para asegurar la continuidad del rumbo que estaba siguiendo la sociedad
catalana, que a comienzos del siglo XVIII parecía dirigirse hacia una forma de evolución similar
a las que seguían Holanda o Inglaterra, asociando un
proceso gradual de democratización al
desarrollo de una economía capitalista.
Con todo, lo que hoy tiene que quedar
claro es que el proyecto catalán no se había planteado en términos de separación. Los lazos
que se habían establecido con Castilla o con Andalucía por la vía de las relaciones y de los
intercambios eran lo suficientemente fuertes como para aspirar a conservarlos en una
monarquía compuesta, del estilo de lo que sería el Imperio
Austrohúngaro. Los catalanes eran
verdaderamente conscientes, además, de que el éxito que pudiesen conseguir en sus demandas de
libertad era una condición para la democratización del conjunto de los reinos de la
monarquía, que es lo que explica que sostuvieran durante la guerra que su lucha era también “por la
libertad de todos los españoles”. Su derrota significó, en efecto, que las posibilidades de
evolución política de la Corona de Castilla se aplazasen al
menos un siglo.
Lo reconocía en 1932 Manuel Azaña al
decir: “El último estado peninsular
procedente de la antigua monarquía católica que
sucumbió al peso de la corona despótica y absolutista fue Cataluña; y el defensor de las
libertades catalanas pudo decir, con razón, que él era el último defensor de las libertades
españolas”.[5]
La guerra que denominamos de Sucesión
fue esencialmente una pugna entre un sistema
político que apuntaba en una línea de
progreso y democratización y un poder monárquico
absoluto, fundamentado en la
conservación del dominio feudal de la tierra, que representó un
freno para el desarrollo de las
monarquías de Francia y de España en el siglo XVIII, mientras la
existencia de un gobierno
parlamentario favorecía el crecimiento de Inglaterra.
Conocemos lo suficiente la historia
de la represión borbónica y de los sufrimientos a que se
vieron sometidos los derrotados de
los primeros momentos. Castellví nos dice que los años de
1716 a 1720 “fueron de los más aciagos que ha pasado en centurias la Cataluña”, con todo tipo
de extorsiones y violencias,
agravadas en 1716 por el hambre, como consecuencia de una
mala cosecha y de la confiscación del
grano para la provisión del ejército, en un momento en
que los lobos se multiplicaron, ante
la indefensión de los campesinos, que habían tenido que
entregar todas sus armas. [6]
Lo que me interesa destacar, empero,
es que la actuación represiva formaba parte del proyecto
político que los vencedores querían
aplicar a Cataluña. Un proyecto que iba dirigido a convertir
a los territorios anexionados en
provincias gobernadas de forma similar a las de la Corona de
Castilla, a fin de imponerles las
mismas condiciones de dominio.
El primer paso para conseguir esa
nivelación fue la destrucción de los órganos de gobierno:
Cortes y Generalidad. El siguiente
fue vaciar de poder a los municipios, que tenían un papel
muy importante en el sistema político
catalán. Macanaz proponía que se confiara los
ayuntamientos a “regidores castellanos, pues con esto (...) les irán instruyendo en
los usos y
costumbres de Castilla”. La causa principal de la decadencia de los ayuntamientos no
sería, sin
embargo, ésta, sino otra harto más
eficaz: la corrupción producida por la venta de cargos
municipales que introdujo el régimen
borbónico. [7]
Se salvaron solamente el derecho
civil catalán, por el miedo que tenían los vencedores de la
confusión que pudiera crearse si lo
anulaban. Y éste fue un hecho importante, porque revela la
existencia en aquellos momentos de
una sociedad en que las reglas que rigen las relaciones
privadas –no solamente matrimonios y
herencias, sino también los contratos, en todo lo que
tiene que ver con la propiedad y el
cultivo de la tierra— eran tan diferentes de las de la Corona
de Castilla como para hacer imposible
su sustitución.
Para asegurar la asimilación política
era necesario comenzar domesticando a los catalanes. La
desconfianza ante esta gente rebelde
e incorregible la manifestaba ya Patiño en 1715,
inmediatamente después de terminada
la guerra: “El genio de los naturales es
amante de la
libertad, aficionadísimo a
todo género de armas, promptos en la cólera, rijosos y vengatibos, y
que siempre se debe desconfiar
de ellos (…). Son apasionados a su patria, con tal exceso que
les haze trastornar el uso de
la razón y solamente ablan en su lengua nativa”.[8]
Pasarían los años y, no obstante los
esfuerzos realizados, no se conseguiría avanzar en esta
asimilación. Un militar, Pedro de
Lucuce, se exasperaba sesenta años después ante la
obstinación de los catalanes: “De donde se sigue que jamás olvidarán los privilegios que (…)
perdieron y que tendrán los
ánimos dispuestos a recobrarlos con el más leve motivo que se
presente; y aun se adelantan a
hacer vanidad de los alborotos, teniendo por mérito los delitos
cometidos en sus diversas
conmociones, pretextando (sic!) los hechos como acciones heroicas
dirigidas a conseguir la
libertad”.[9]
En esta tierra insumisa en la que los
conflictos, y en especial los movimientos populares, se
mantendrían incesantemente, se estaba
produciendo, sin embargo, un desarrollo imprevisto: el
milagro de un crecimiento económico
que distinguía netamente la evolución de Cataluña de la
del resto del estado. Un crecimiento
que era fruto de factores que los vencedores no supieron
identificar, como lo demuestra el que
fuesen incapaces de replicar ese mismo proceso en otros
territorios de la monarquía.
Las diferencias con el resto del
estado eran tan evidentes, que de ellas se vanagloriaban los
representantes de los corregimientos
de Cataluña que en una representación de 1773 se
referían al milagro del cultivo de
viñedos en tierras aparentemente infértiles. [10]
Jovellanos también se admiraba en 1801, al cruzar Cataluña
de camino a una prisión de Mallorca:
“¡Cuánto no sorprende ver las
cepas trepando desde la falda hasta las cumbres de los cerros
más pendientes y que al
parecer no admiten planta humana!”. [11]
Pierre Vilar nos ha mostrado cómo se
produjo esta expansión agraria, fundada en “la fuerza del
trabajo de los hombres, ayudados,
apenas, por un pequeño ahorro”: una agricultura de
pequeñas explotaciones, cultivadas en
la mayoría de casos en régimen de enfiteusis, que
hacían un uso eficiente del trabajo
familiar. Su eficacia, además, venía potenciada por la
“intensidad de los intercambios”, lo
que permitía la especialización en aquello que podía
producirse mejor en cada parte.
Para explicar cómo se ha llegado a
este grado de desarrollo habría que analizar la evolución
que la sociedad catalana había
seguido durante los siglos anteriores, hasta la expansión de la
segunda mitad del siglo XVII, que
había terminado de articular la economía del país en torno a
aquella Barcelona del 1700 que nos ha
descubierto Garcia Espuche: una ciudad rica y
próspera, sin grandes desigualdades
sociales, abierta al mundo, rebosante de extranjeros y
visitantes ocasionales, con un
gobierno municipal en que participaban gremios y oficios, reflejo
a escala local de un sistema político
que se regía por constituciones votadas en Cortes. [12]
No entendían, ni podían entenderlo
los “ilustrados” castellanos que, apercibiéndose de esta
realidad de crecimiento que tan
vivamente contrastaba con el estancamiento de la Corona de
Castilla, no encontraron otra
explicación que atribuirla a la “laboriosidad” de los catalanes. El
más entusiasta propagador de ese mito
sería el aragonés Francisco Mariano Nifo, que llegaba
a la conclusión que “si en España fueran todos catalanes para la acción, serían todos
agentes
provechosos de la riqueza y
aumentos del estado” .[13]
Elogios muy similares pueden
encontrarse en el Viaje de España de Antonio Ponz, en las
Cartas Marruecas de Cadalso y en el Informe
en el expediente de la ley agraria de Jovellanos,
donde puede encontrarse una
afirmación tan rotunda como la que le lleva a referirse al
“ejemplo de Cataluña, cuya
agricultura e industria han ido siempre a más, mientras en Castilla,
siempre a menos” .[14]
Que les cosas eran más complejas de
lo que pretendía la fábula de la “laboriosidad”,
comenzaron a entenderlo cuando el
crecimiento agrario dio paso a la aparición de una industria
moderna, de fábrica, que comportaba
un tipo de cambios que les parecían amenazadores para
el orden social que querían
preservar. Un informe de la Audiencia de Cataluña de 1785 advertía
a Madrid de los riesgos que
comportaba el enriquecimiento de los burgueses frente a la
dificultad de “contener el orgullo que da a las gentes comunes el dinero”, y, por la otra, y muy
especialmente, del peligro que podría
representar la masa de sus trabajadores: de “tantos
millares de hombres, cerrados
dentro de las murallas, casi todos de bajísima extracción y a
quienes sería difícil contener
en un momento desgraciado”.[15]
Campomanes habría querido frenar la
expansión de las fábricas catalanas llevando los telares
al campo. Cabarrús, que también
condenaba la nueva industria, se mostraba en cambio
esperanzado en que ésta estaba
condenada al fracaso: “todo anuncia la ruina de la
industria
catalana, reunida por la mayor
parte en Barcelona”, ya que esta acumulación de
trabajadores
había provocado un aumento de los
salarios “que precisamente ha de
inhabilitar sus
producciones”. No entendía que el trabajo realizado con máquinas, y con una buena
organización interna de la fábrica,
podía comportar, en función de una mayor productividad,
unos precios finales más favorables,
con los cuales no podrían competir los productos
elaborados en un entorno rural, a pesar
de que los hubieran realizado con salarios inferiores.
[16]
Mientras la sociedad catalana
emprendía el camino de la industrialización que la iría
diferenciando cada vez más de la
castellana, la burguesía se organizaba en la Junta de
Comercio, a fin de asumir una
representación colectiva que le permitiera negociar con el
gobierno. Comenzaban, además, a mirar
más lejos y a planificar el futuro. Recuperar lo que se
había perdido en 1714 estaba más allá
de sus posibilidades, a pesar de que añorasen los
viejos tiempos: como hacía Capmany
cuando elogiaba aquel sistema de leyes en que “había
estamentos y todos tenían su
parte en el gobierno público, de cuyo concierto resultaba la
unidad".
El nuevo proyecto de futuro que
comenzaron a construir, aquello que Ernest Lluch llamó “un
proyecto ilustrado para Cataluña”,
tenía poco que ver con las ideas de los “ilustrados” castellanos, que
pretendían simplemente mejorar un sistema que asegurase la supervivencia
del absolutismo en el poder y del
feudalismo en los campos, que es lo que explica que un texto
como el Informe de Jovellanos, que iba más allá de
eso, fuese condenado por la Inquisición y
quedase sin influencia práctica.
El programa de la Junta de Comercio,
elaborado por hombres como Antoni de Capmany o
Jaume Caresmar, [17] aspiraba a restablecer al menos una
parte del proyecto de 1714, pero
esta vez en un marco político
diferente, que sería el de una nación española común donde
fuese posible recuperar determinados
grados de libertad, en un marco constitucional
compartido, a cambio de aceptar, para
facilitar el proceso, una serie de renuncias que habrían
de comenzar por la de la lengua
propia.
Éste es el programa que Capmany
defendería en las Cortes de Cádiz, y que estará en la base
de los proyectos políticos de la
burguesía catalana en la primera mitad del siglo XIX. El triunfo
definitivo del constitucionalismo
español, a partir de 1837, resultaría, sin embargo,
decepcionante para sus esperanzas. Lo
que los liberales españoles les ofrecían seguía siendo
un programa de absorción en unas
condiciones que no respondían a sus necesidades. Lo
podemos ver en personajes como el
general Evaristo San Miguel, héroe del liberalismo,
cuando se quejaba de las dificultades
que se habían producido con Cataluña “desde
su
incorporación a la Corona de
Castilla”; o en la reacción de un Mesonero
Romanos, que se
entusiasmaba ante la visión del
trabajo colectivo en Cataluña, pero tronaba contra el “maldito
idioma” y el “provincianismo”. [18]
La realidad era que resultaba difícil
unificar dos sociedades que durante siglos se habían
desarrollado de manera diferente, y
que, en pleno proceso de crecimiento industrial, seguían
funcionando a velocidades diferentes.
Tenemos una muestra clara de ello en el miedo que los
políticos liberales españoles del
siglo XIX tenían a la industrialización, temerosos de que los
cambios sociales que ésta traía
consigo se extendieran desde Cataluña al conjunto de España.
Entre los primeros argumentos de los
partidarios del librecambio encontramos la conveniencia
de impedir el desarrollo industrial,
porque “ese germen revolucionario que
se abriga en los
talleres llegará algún día a
ser de fatales consecuencias para los pueblos manufactureros”. Los
sucesos revolucionarios europeos de
1848 llevarían a un autor castellano a felicitarse por el
hecho de que en España “la industria fabril no progresa”, y a proponer que siguiese así: “¿por
qué no nos preservaremos solos
nosotros del torrente de anarquía y desorden que inunda hoy
a las naciones de Europa?”. [19] La paz social valía el precio del retraso económico.
En diciembre de 1850, Martínez de la
Rosa tranquilizaba a Donoso Cortés, aterrorizado por lo
que creía inminente triunfo del
comunismo, asegurándole que estas ideas no podían entrar en
España porque era “una nación eminentemente agricultora”, en donde “la industria está poco
desarrollada; sólo hay algunos
centros de producción industrial, como Barcelona y otros; pero
en lo general la población es
rústica, (...), carece de estos grandes centros de producción y de
consumo, y no siente estas
necesidades ficticias, que asaltan a los habitantes de las grandes
ciudades”. Merced a este hecho, concluía, “las malas doctrinas que sublevan a las clases
inferiores, no están
difundidas, por fortuna, como en otras naciones”.[20]
La diferencia existente entre la
sociedad agraria castellana y la industrial catalana se traducía
en su incomunicación. No existía en
estos años una patronal que promoviese los intereses
conjuntos de los empresarios
españoles, porque no tenían intereses comunes. Las entidades
patronales de la industria eran
fundamentalmente catalanas y a sus dirigentes les resultaba
difícil encontrar en Madrid
interlocutores con los que negociar sus problemas. En justa
correspondencia, no había en el resto
de España sindicatos obreros modernos como los que
se organizaron en la industria textil
catalana durante los años cuarenta del siglo XIX.
Las diferencias se reflejaban en
aspectos muy diversos. En Cataluña, por ejemplo, no había las
acumulaciones personales de riqueza
que se daban en otros lugares, como demuestra el
modesto papel de las fortunas
catalanas en las listas de los mayores contribuyentes del estado;
pero el nivel de vida de la población
modesta era superior. Joan Cortada escribía hacia 1860:
"El catalán viste bien
(...), no guisa su comida en una sartén, ni duerme sobre un montón de
paja: come todos los días su
puchero, más o menos suculento, pero cubre su mesa con
blanquísima servilleta, cada
persona come en su plato, y con su cubierto, y toda la familia
duerme en cama con su sábana,
y su frazada en el invierno. Si no nos hubiéramos pr puesto
evitar toda comparación,
podríamos decir lindezas acerca de lo que hemos visto en nuestros
viajes".[21]
Hay, además, un aspecto crucial de la
cuestión, que no suele tenerse en cuenta y que
dificultaba la asimilación en los
términos propuestos, y es que las capas populares de nuestra
sociedad conservaban un sentimiento
vivo de identidad y una cierta memoria de su propia
historia. Lo demuestra, por ejemplo,
el caso de los milicianos nacionales barceloneses de 1841,
un cuerpo civil integrado sobre todo
por menestrales, que en su defensa por haber intervenido
en el intento de derribar la
Ciudadela de Barcelona alegaron que lo habían hecho para devolver
a los ciudadanos los terrenos que les
habían sido arrebatados “por la fuerza y el capricho de un
tirano”, refiriéndose a Felipe V, y
terminaron, como última y definitiva justificación, proclamando
que lo habían hecho “porque somos
libres, porque somos catalanes”. [22] Permitidme recordar
que en 1841 no había nadie que
hiciese propaganda catalanista –el propio término
“catalanismo” estaba por inventar—, y
los hechos de 1714, fechados 125 años antes, no se
enseñaban ni mucho menos en la
escuela.
Las diferencias de que hablo
afectaban tanto a los de arriba como a los de abajo. Lo reconocía
en 1864 un gobernador civil de
Barcelona que hablaba del espíritu de independencia de los
catalanes, “que se revela en todos: en las clases pobres por las
insurrecciones y motines, y en
las medias y elevadas por
cierto alejamiento de la corte y tendencia a vivir de sus propios
recursos. Una prueba de ello
es el carácter de que vienen siempre revestidos los diputados a
cortes, sea cuál fuere su
partido político. Se les ve ser ministeriales u oposición, pero sin
sumisión, conservando su
independencia”. [23]
La referencia a las insurrecciones de
“las clases pobres” tenía que ver, por encima de todo, con
la actividad del movimiento obrero,
que en 1855 había protagonizado la primera huelga general
de la historia de España, con la
persistencia en nuestro país de movimientos republicanos y
con corrientes de socialismo utópico
como los cabetianos.
En cuanto a los diputados, por otra
parte, es cierto que encajaban mal en una política que no
era la que correspondía a su modelo
de sociedad. De 1833 a 1868, en treinta y cinco años que
habían visto pasar por el gobierno a
cientos de ministros –sólo en Hacienda hubo setenta y dos
cambios- no encontramos más que a
siete ministros catalanes, la mayoría de los cuales duró
muy pocos meses y no tuvo ocasión de
hacer nada que valiera la pena recordar.
Tampoco es que lo tuvieran fácil. La
incomprensión hacia sus formas de vida se reforzaba por
el problema de la lengua, o mejor
dicho, del “acento”. En una práctica parlamentaria concebida
esencialmente como un ejercicio
retórico, quienes hablaban castellano con un acento local no
lo tenían fácil. O, al menos, los que
lo hacían con un acento catalán, porque no parece que el
acento andaluz o el gallego fueran
obstáculos para una carrera parlamentaria. Incluso al
general Prim, que se expresaba sobre
todo con el sable, una admiradora le reprochó “ese
terrible deje catalán”.
Cortada, que no sólo utilizaba el
castellano en sus obras históricas y en su enseñanza, sino
que lo hacía habitualmente en sus
conversaciones privadas, pedía: "Perdóneseles
que tal cual
vez en verso y prosa escriban
la lengua de sus padres, la que les enseñó en la cuna el cariño
de la madre, la que usan para
alabar a Dios y para postrarse a los pies del sacerdote". Pedía
perdón, como se ve, por pecadillos
ocasionales, porque tenía claro que hacía falta renunciar a
la lengua propia: “Cuando un estado es el conjunto de varios estados –escribía-, no basta
haberlos unido para formar de
todos ellos un pueblo, sino que es preciso asimilarlos, darles las
mismas leyes, las mismas
costumbres, la misma lengua e ir modificando el carácter de las
fracciones, a fin de formar un
carácter uniforme para el todo".[24]
El tema de la lengua es demasiado
importante como para no mencionarlo, ya sea de pasada.
En 1751 Turgot decía que un estado es
un conjunto de hombres reunidos bajo un mismo
gobierno, y una nación, una reunión
de hombres que comparte una lengua. En nuestro caso,
fueron las capas populares las que
salvaron la lengua contra el desprecio de las acomodadas,
hasta que en los sesenta del siglo
XIX unos jóvenes escritores de ideas avanzadas
descubrieron que había un público
popular que iba al teatro donde se representaban las obras
de Pitarra y que leía La Campana de Gràcia o, más adelante,
el semanario anarquista La
Tramontana, y que se podían entender mejor con este público, en el terreno
de la literatura
como en el de la política, si le
hablaban en su lengua.
La recuperación de la cultura
catalana terminó teniendo de esta manera una trascendencia
insospechada para los que la
iniciaron. Un menorquín, Josep Miquel Guàrdia, lo decía en 1889:
"No es propiamente de una
restauración de lo que se trata (...). És más bien un retorno a la
plenitud de la vida activa: la
evolución natural que vuelve a comenzar de nuevo... Bien visto, el
joven movimiento literario en
Cataluña es un movimiento político y social."[25]
Políticamente, la Cataluña burguesa
de finales del siglo XIX tenía dos problemas graves. La
persistencia de una crisis social que
haría de Barcelona “la ciudad de las bombas”, y las
dificultades de encaje en el estado
español. En este segundo terreno, la conciencia de haber
fracasado en todos sus intentos de
negociación, no obstante las concesiones realizadas,
explica la reacción de un Valentí
Almirall que en 1886, en el discurso inaugural de las
actividades del Centro catalán,
proclamaba: "El camino de las
súplicas y peticiones no nos
comporta ningún resultado
(...) Hemos, pues, de emprender otro camino si queremos salvar lo
que aún nos queda (...);
hacernos fuertes en nuestra casa. La raza que nos domina nunca nos
otorgará nada mientras nos
crea débiles. El día que se nos vea fuertes y decididos entrará en
trato. (...) La idea nueva del
regionalismo nos da caminos nuevos. Agrupémonos todos en torno
a la bandera catalana;
propaguemos por todos los medios el particularismo, que ha de ser
nuestra fuerza; pongámonos de
acuerdo en lo esencial, (...) y al punto mismo que logremos
que se nos respete, la
victoria estará asegurada".[26]
Era el nacimiento del catalanismo
como movimiento político. Estaba claro que lo formaban una
diversidad de corrientes, que no
había una sola clase de “catalanismo”, como no había una
sola manera de pensar el futuro de la
sociedad catalana. El debate sobre si el catalanismo es
de origen burgués o popular, progresista
o reaccionario, olvida que hay tantos “catalanismos”
como concepciones del tipo de
sociedad que se quería construir.
Hubo desde un catalanismo
reaccionario, como el del obispo Torras i Bages o del padre Colell,
que buscaba la recuperación de la
tradición autóctona como antídoto contra las corrupciones
del mundo moderno, hasta, en el
extremo opuesto, un catalanismo federal y anarquista,
vinculado al movimiento obrero, que
seguía una tradición con antecedentes tan lejanos como
Abdó Terrades y sus discípulos, en
los orígenes del republicanismo federal.
El papel dominante le correspondía,
empero, al catalanismo de derechas de la gran burguesía,
sentimentalmente sincero, pero
limitado por la necesidad del compromiso. Frederic Soler, en el
discurso en que se presentaba el
programa político del “Centre català”, el 28 de abril de 1890,
dejaba claro el alcance de sus
aspiraciones políticas:"Queremos
ser una de tantas estrellas de
la bandera de España, si el
resto de regiones quiere ser estrellas como nosotros, o bien una
sola estrella en medio de la
bandera rojigualda que, con los resplandores de Pavía y Lepanto y
el Bruch y Girona, borrando
los incendios de la guerra de los Segadores y las ruinas donde
cayó herido nuestro último
concejero”. Por si alguien no lo había entendido
suficiente, en la
misma sesión Manuel de Lasarte
aclaraba que entre los enemigos a los que había que
combatir se encontraban: "los separatistas, los que dicen que Cataluña ha de formar
una
nación independiente y, a
partir de esta exageración, hacen la guerra a nuestro catalanismo,
que quiere que Cataluña tenga
personalidad y autonomía dentro de España". [27]
Por más que se mantuvieran al margen
de la política española, en la que no tenían lugar ni
participación, su proyecto sólo era
realizable, en la perspectiva de su tiempo, dentro de
España. Había para ello dos motivos:
el primero, que habían construido una estructura
industrial ligada al mercado español,
del cual no se podía prescindir; el segundo, que era
impensable que la obtención de alguna
cosa más que unos limitados niveles de
descentralización pudiera conseguirse
por la vía de la negociación sin recurrir a alguna forma
de lucha abierta de carácter
revolucionario, lo que podía poner en peligro la estabilidad del
orden social.
Una cosa era cantar las glorias
catalanas en los discursos para encender el entusiasmo de las
capas populares y mantenerlas
exaltadas de patriotismo y alejadas de reivindicaciones
sociales, y otra muy distinta
arriesgarse en el terreno de la revuelta. Pere Aldavert criticaba en
1904 este catalanismo de mítines de
proclamas entusiastas y “el eterno himno
dels Segadors”,
que no llevaba a ninguna parte: “mientras un pueblo se desfogue a gritos, no es fácil que haga
tambalearse a reinos ni
imperios”.[28]
Esta vía moderada hacía posible
mantener al mismo tiempo una política subterránea de
negociaciones y pactos, tal y como
correspondía a este proyecto autonomista que reclamaba
una mayor cuota de participación,
necesaria para encaminar adecuadamente el futuro de la
economía catalana, porque estaba
claro que sus problemas no se podían resolver ya
negociando aranceles, como habían
hecho a lo largo del siglo XIX.
La culminación de este patriotismo
equívoco la encontramos en 1892, en la proclamación en
Manresa de las bases para una “Constitución
regional catalana”, en una reunión que tenía
como secretario al joven Enric Prat
de la Riba. [29] Un desafío, con todo, bastante limitado,
netamente “regionalista”, obra de
quienes Àngel Guimerà condenó como “la gente de orden”,
que no querían poner en peligro una
estabilidad social que les garantizaban la guardia civil y el
ejército españoles.
Esta audacia regionalista, por
limitada que fuese, excitó el furor de un españolismo integrista
que había cobrado fuerzas renovadas y
había aumentado su intolerancia después del desastre
colonial de 1898. En 1900, un libro
de un ingeniero agrónomo y sociólogo español sostenía que
“establecer el regionalismo en
España, sería convertir a esta nación en una región de kabilas” y
concluía, “¡Cuándo se dictará la ley! Pena de muerte al regionalista;
garrote vil al traidor
autonomista”. [30] Y no es sino una muestra de una amplísima literatura de este
tenor,
reveladora del fracaso de los
intentos del catalanismo regionalista burgués por encajar en el
marco político del estado.
Permítaseme recapitular el argumento
que estoy sosteniendo aquí, no sea que se pierda el hilo
conductor entre la abundancia de
anécdotas. Desde la segunda mitad del siglo XVIII, va ya casi
para doscientos cincuenta años,
nuestras clases dirigentes se sumaron al proyecto de construir
solidariamente una nación española.
El esfuerzo no funcionó, porque chocó con la voluntad
intolerante de reducirlo a la simple
y directa absorción de una sociedad que había crecido de
manera diferente y que tenía una
cultura distinta. Y al decir “cultura” no me refiero sólo a las
vertientes académica y literaria, ni
siquiera a la lengua, sino a formas de vida, producto
conjunto de un derecho civil y de una
evolución histórica propias que se traducían finalmente
en diferencias en las instituciones
privadas, en las relaciones familiares, en las costumbres, en
los hábitos festivos y de ocio...
Es a partir de la conciencia del
fracaso del regionalismo que parecía obligado profundizar
seriamente en la perspectiva
planteada en 1892 en Manresa: la de compartir un marco estatal
común, pero con márgenes de autonomía
que nos permitiesen vivir de acuerdo con nuestras
necesidades y aspiraciones. La
Segunda República hizo por primera vez posible el intento;
pero la guerra civil iniciada en 1936
demostró que eran muy importantes, sino mayoritarios, los
sectores de la sociedad española que
no lo aceptaban. Permitió ver también que, como en
otras ocasiones, nuestra gran
burguesía, ante el dilema del país y el orden social que le
resultaba más conveniente, optaba por
sus intereses de clase.
Se frustró así aquel intento por
crear una comunidad como la que Bosch Gimpera definía en
aquel espléndido discurso sobre
España pronunciado en la Universidad de Valencia en 1937,
en donde se expresaba el sueño de una
nueva convivencia: “La verdadera España –decía— se
halla todavía en formación”. Una formación de la cual nacería una identidad en que ningún
pueblo dominaría sobre el resto, en
donde no habría imposición de cultura, sino que la suya
sería “una resultante de una floración natural, de una cooperación espontánea
y de una unión
cordial y libre”. [31]
Este proyecto, asociado como tantas
otras veces a la causa de las libertades comunes de
todos los españoles, fue liquidado
por los cuarenta años de sangre y represión del franquismo.
Un régimen que, a pesar del empeño
puesto en ello, no consiguió avanzar en el camino de la
asimilación. Más bien al contrario:
si alguna cosa caracterizó a la lucha antifranquista en
Cataluña fue su capacidad de vincular
las reivindicaciones sociales y nacionales en un
proyecto que compartieron el grueso
de los trabajadores castellanoparlantes que habían venido
durante aquellos años de todas las
tierras del estado. Unos inmigrantes que figuraban también
entre el millón de manifestantes que
se lanzó a las calles el once de septiembre de 1977 para
reclamar “Llibertat, amnistia i estatut d’autonomia”.
Al terminar el franquismo parecía que
se podía volver a comenzar un nuevo proyecto de
convivencia sobre las bases de la
constitución española de 1978 y del estatuto de 1979, pero
se cayó en el error de ignorar que
los textos legales no están garantizados, si no se tiene la
capacidad de intervenir en el control
de su interpretación. Puestos en manos de unas
instituciones judiciales integradas
por herederos del sistema franquista, se pudo ver cómo los
textos, no solamente el Estatuto,
sino también la Constitución, eran gradualmente recortados,
interpretándose en un sentido
contrario a las promesas fundacionales de la transición. La
manifestación del 10 de julio de 2010
en protesta contra una sentencia del Tribunal
Constitucional ponía de relieve tanto
la tardía conciencia del problema como la impotencia ante
un nuevo proceso de recentralización
que ha seguido avanzando imparablemente. Bastó añadir el malestar social
engendrado por una política económica desastrosa, como la de los
últimos años, para ver cómo la suma
de los agravios provocaba los actos de protesta del once
de septiembre de 2012, expresivos de
una amplia voluntad de pedir un cambio total de rumbo.
Una vez más, confluían las
reivindicaciones que hacen referencia a los derechos sociales y
nacionales.
Los sucesos posteriores siguen
demostrando, día tras día, que el pacto de 1978-1979,
desvirtuado una vez tras otra, ha
caducado. Hechos como la reforma educativa de Wert no
parecen preocupantes por los efectos
que puedan tener –he vivido las restricciones del
franquismo, como estudiante, primero,
y como profesor, después, y sé bien que este tipo de
medidas son vulnerables—, sino porque
revelan que no hemos avanzado nada, que aún hoy
se opta por nuestra asimilación
forzada, por nuestra reducción a una provincia de la Corona de
Castilla. Nada parece haberse
aprendido de las lecciones de trescientos años de intentos
fracasados.
Hay un aspecto concreto que quisiera
destacar al final de este breve resumen de una larga
trayectoria, y es que todo lo que he
querido explicar, la continuidad de estos trescientos años
de historia, no puede entenderse si
se olvida que, por debajo de aquellos acontecimientos, y
dando sentido a su trayectoria,
circula una corriente poderosa y profunda de conciencia
colectiva que nos ha permitido
preservar la identidad y la lengua contra todos los intentos por
negarlas. Una corriente que en
ocasiones puede parecer oculta, pero que sale a la luz cada
vez que se precisa salvar un
obstáculo.
He citado antes el ejemplo de los
milicianos de 1841 y de su afirmación de catalanidad, fruto de
una suerte de saber popular que se ha
transmitido de una generación a la siguiente. Yo mismo
no debo precisamente los primeros
elementos de mi conciencia a la escuela, que era en mis
tiempos, en los años cuarenta del
siglo pasado, la del franquismo, en la que las canciones y
consignas oficiales del régimen eran
una práctica cotidiana, sino que la he recibido de mi
propia familia y del entorno
ciudadano en que vivía, transmisores de esta herencia de
sentimientos y de cultura.
Es este tipo de conciencia, que ha
sobrevivido durante trescientos años y que podría perdurar
otros trescientos si hiciera falta,
lo que nos ayuda a explicar aquel rasgo tan característico de
nuestra historia que es la frecuencia
de las manifestaciones espontáneas de afirmación de
nuestra personalidad colectiva, que
tantas veces ha servido de respuesta a los ataques y las
tergiversaciones. Una actitud a la
que nos convocan, todavía hoy, los versos de Martí i Pol:
“Posem-nos
dempeus altra vegada i que se
senti
la veu de tots solemnement i
clara.
Cridem qui som i que tothom ho
escolti” [32]
[Alcémonos / de nuevo y óigase / la
voz de todos, solemne y claramente. / Gritemos quienes
somos, y escúchenlo todos]
NOTAS:
[1] Eva Serra, “El sistema constitucional català i el dret de les
persones al final de 1702-1706”, conferencia pronunciada en Reus el 15 de
octubre de 2013.
[2] “Las dos últimas cortes que han concluído los deja más repúblicos
que el parlamento alusivo a ingleses”. Citado por Joaquim Albareda en “Felip V
i Catalunya”, en Manuscrits, 18 (2000), p. 32.
[3] Joaquim Albareda, Els catalans i Felip V. De la conspiració a la revolta
(1700-1705),
Barcelona, Ed. Vicens Vives,
1993, p. 234.
[4] Por ejemplo en un folleto que aparece como publicado en Vilafranca
el 1714 -Lealtad catalana purificada de invidiosas calumnias entre llamas de
sufrimientos, en el crisol de la constancia, esmaltada con lo heroico de la
resolución de defenderse Cataluña por el rey y por la patria, Villafranca, s.n.,
1714- que sostenía que la nación la representaban las cortes en solitario, como
reunión de los tres brazos o estamentos, sin que fuera necesario contar con un
rey. Sobre este folleto, Salvador Sanpere i Miquel, Fin de la nación catalana, Barcelona, L’Avenç, 1905, p. 433.
[5] Manuel Azaña, Obras
completas, Madrid, Giner, 1990. II, p.
262 (discurso del 27 de mayo de
1932).
[6] Francesc Castellví, Narraciones históricas, edición
de Josep M. Mundet y José M. Alsina, Madrid, Fundación Francisco Elías de
Tejada y Erasmo Pércopo, 1997-2002, IV, pp. 570-571.
Sobre la represión, véase Josep
M. Torras i Ribé, Felip V contra Catalunya:
testimonis d’una repressió sistemàtica: 1713-1715, Barcelona, Dalmau, 2005; Antoni Muñoz González y Josep Catá, Repressió borbònica i resistència catalana
(1714-1736), Madrid, Muñoz/Catà, 2005, etc. [7] Josep Mª Torras i Ribé, Els municipis catalans de l’Antic règim,
1453-1808, Barcelona, Curial, 1983. Sobre
la corrupción como una característica del estado borbónico conviene ver, sobre
todo, los trabajos de Francisco Andújar.
[8] La opinión de Patiño en Sanpere i Miquel, Fin de la nación catalana, p. 671.
[9] Pedro de Lucuce, Precauciones contra alborotos, motines y rebeliones en la plaza de
Barcelona, edición de Lluís Roura, Barcelona Institut Universitari d’Història
Jaume Vicens Vives, 2002, p. 149.
[10] “En terreno que antes solo ofrecían a la vista un continuado
peñasco, haviendo sido preciso romperlo para hallar a un palmo, y más
profundidad, la tierra hasta entonces desconocida”, Lluís Roura, “La diputació
de Catalunya de 1773”, a Pedralbes, 23 (2003), pp. 237-262.
[11] En cuanto a Jovellanos, el elogio de la laboriosidad de los catalanes
que hace en su diario va acompañado por su disgusto al ver que las mozas que
atendían las fondas hablan en catalán.
[12] Albert García Espuche, La ciutat del Born,
Barcelona, Ajuntament, 2009; Barcelona, 1700,
Barcelona, Empúries, 2010, etc.
[13] Francisco Mariano Nifo, Estafeta de Londres y extracto del correo
general de Europa, Madrid, Miguel Escribano, 1779, I, pp. 85-86; argumentos
similares en Correo general de España, Madrid, 1770, II, p. 44.
[14] Melchor Gaspar de Jovellanos, Informe de la Sociedad económica de
esta corte al Real y supremo Consejo de Castilla en el expediente de Ley
agraria, Madrid, Sancha, 1795, p. 85. [15]
La representación de la Audiencia en F. Torrella
Niubó, El moderno resurgir textil de Barcelona, siglos XVIII y XIX, Barcelona,
Cámara oficial de la industria, 1961, pp. 133-146.
[16] Pedro Rodríguez Campomanes, Discurso sobre el fomento de la industria
popular, Madrid, Sancha, 1774, pp. Lxix-lxxiii; Conde de Cabarrús, Cartas sobre
los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad
pública, Madrid, Imprenta de Collado, 1813, p. 159.
[17] Ernest Lluch fue desarrollando estas ideas desde El pensament
econòmic a Catalunya (1760-1840), Barcelona, Edicions 62, 1973, passant per La
Catalunya vençuda del segle XVIII, Barcelona, Edicions 62, 1996; Las Españas vencidas
del siglo XVIII, Barcelona, Crítica, 1999 y en toda una serie de artículos
independientes.
[18] Ramon Arnabat, “Territoris i sensibilitats nacionals. Catalunya-Espanya durant el trienni constitucional”, a Ramon
Arnabat i Antoni Gavaldà, eds., Congrés Internacional Pere Anguera, Catarroja,
Afers, 2012.
[19] Europa y España, Madrid, Imprenta a cargo de J. Marquesi, 1848. El
autor anónimo, que se califica él mismo de ”economista”, inicia el folleto con
una cita de Macaulay, que sirve de muestra de su nivel cultural.
[20] Diario de sesiones del Congreso de los diputados, legislatura de
1850-1851, pp. 493-499 (el discurso de Donoso) y pp. 499-502 (la respuesta de
Martínez de la Rosa; las palabras citadas en pp. 501-502).
[21] Joan Cortada, Cataluña y los catalanes, San Gervasi, Blanxart,
1860/2, p. 19.
[22] Manifiesto de la milicia nacional armada de Barcelona, Barcelona,
El Constitucional,
1841, pp. 11-12. En tre los
numerosos firmantes de este documento encontramos los nombres de Joaquim del Castillo,
Ribot i Fontseré o Manuel Saurí.
[23] Antonio Guerola, “Memoria de mi administración en la província de Barcelona”,
1864, copia mecanografiada guardada en el Archivo de la Diputació de Barcelona,
p. 70.
[24] Cortada, Cataluña y los catalanes, p. 62. La noticia de que "Cortada escribió siempre, o cuasi siempre, en castellano, y
aun creo que lo solía emplear en su conversación" procede de la biografía que Joan Sardà puso al frente de la
edición de sus Artículos escogidos, Barcelona, Cortezo, 1890, p. XVIII.
[25] Cito la traducción que se encuentra en M. Obrador y Bennassar, La nostra arqueologia literària, Palma de Mallorca, Colomar, 1905, pp. 59-66.
[26] Valentí Almirall, Lo 'Cobden Club", Barcelona, Víctor Berdós,
1886, pp. 39-40.
[27] Solemne sessió que per a presentar lo programa
polítich del Centre català tingué lloch lo dia 28 d'abril de 1890, Barcelona, Víctor Berdós, 1890, cites de les pp. 16 i 24.
[28] Pere Aldavert, Nos amb
nos, Articles d’ara, Barcelona, Impremta de Josep
Ortega, 1904, pp. 9-12.
[29] Deliberacions de la Primera Assamblea General
de delegats de la Unió Catalanista tinguda a Manresa en lo mes de Mars de 1892.
Tema de discussió: Bases pera la constitució regional catalana, Barcelona, La Renaixensa, 1893.
[30] Fernando López Tuero, Unitarismo de la patria española, Madrid,
Fernando Fe, 1900. López Tuero, nacido en Puerto Rico, es autor también de un
Tratado de sociologia agrícola. Sobre este integrismo véase Antonio Moliner
Prada: “El catalanismo político y la regeneración de España”, a Trienio, 40
(noviembre 2002), pp. 105-155 y Josep Fontana, “Entorn del naixement de l’integrisme
espanyolista”, a Miscel·lània Ernest Lluch i Martin, Barcelona,
Fundació Ernest Lluch, 2006, I,
pp. 619-626.
[31] Pere Bosch Gimpera, “España”, Anales de la Universidad de Valencia, 1937, pp. 45-46.
[32] Miquel Martí i Pol, “Ara mateix”, en Per preservar la veu, Barcelona, Edicions del Mall, 1985, p. 33.
Josep Fontana, miembro del
Consejo Editorial de SinPermiso, Catedrático Emérito de Historia, Director del
Instituto Universitario de Historia Jaume Vicens i Vives de la Universidad Pompeu
Fabra de Barcelona.
Artículo original: Sin Permiso (15/Diciembre/2013)