Desde
sus orígenes, las universidades han sido instituciones permanentemente
atravesadas por una contradicción casi insalvable. Para desarrollar el
pensamiento y hacerlo operativo (para avanzar en el conocimiento y en las
aplicaciones de este, tanto tecnológicas como jurídicas y sociales) han tenido
que luchar contra los límites que establecen los poderes dominantes que, en
cada época, las sostienen económica e institucionalmente. Fueron primero la
Iglesia, luego el Estado (supuestamente nacional) y ahora el Mercado las
sacralidades a cuyas “verdades”, objetivos e intereses debían (deben) servir
los profesores universitarios. El desarrollo del conocimiento y su aplicación
debía (debe) producirse sin cuestionar radicalmente esos tres ejes so pena de
ser declarado hereje, traidor a la Patria o acientífico (por equivalencia a ideologizado).
Si
durante siglos todos los profesores hubieran cumplido sumisamente, a cambio de
un cierto reconocimiento social, las funciones que les fueron adjudicadas sin cuestionar la
lógica del sistema dominante ni rebasar sus límites, estaríamos todavía en los
tiempos del trivium y el cuatrivium, seguiríamos afirmando que
nuestro planeta no se mueve y que la creación del mundo se realizó el año 4004
antes de Cristo. Pero, a pesar de todas las presiones, represiones y
cooptaciones del poder, las universidades han sido también, en todos los
tiempos, focos de lucha por el derecho a la crítica de las verdades
establecidas, por el cuestionamiento de estas a través de la investigación y por
la necesidad de plantearse el por qué y el para qué, y no sólo el cómo, de los
fenómenos naturales y sociales. Para decirlo claramente: la historia de las
universidades es la historia de la permanente y desigual lucha por la libertad
frente al orden económico, político e ideológico establecido.
Hoy
estamos viviendo el intento de inserción total de nuestras universidades en el
marco del sacro Mercado, con la complicidad de quienes monopolizan el sistema
político. Un reflejo cercano de ello es el lugar donde se inserta el sistema
universitario andaluz, no en una inexistente Consejería de Educación y Ciencia,
como ocurría antes, sino como un apéndice de la de Economía. ¿Más claro? Y es
que, aunque casi todos dicen defender la universidad
pública, casi nadie cuestiona que sus objetivos y funcionamiento sea, cada
día más, el de una empresa: se mide su eficacia y se valora a sus miembros por
criterios de productividad y competitividad (los famosos rankings y
acreditaciones elaborados a partir de valores y criterios descaradamente
neoliberales), se plantea que sus órganos de gobierno, incluido el rector, no
sean elegidos por la comunidad universitaria y que no estén en ellos
representados los diversos sectores (dicen que hay “demasiada democracia”) sino
compuestos por “expertos en gestión”, los estudiantes son convertidos en
clientes y los profesores en trabajadores precarios cuya promoción y
continuidad depende del grado de cumplimiento de los objetivos controlados por
otros “expertos externos”.
Afirmar que se defiende la universidad
pública se convierte, así, en una burla cuando se acepta o colabora, activa
o pasivamente, con esta deriva de la universidad hacia una empresa de
expedición de títulos, si acaso con unas pocas investigaciones de élite como
adorno, regida por los principios de cualquier empresa. La formación de
ciudadanos conscientes y libres, la atención a la resolución de los problemas
de las mayorías sociales –en nuestro caso principalmente andaluzas-, la
descolonización de las mentes, la formación de profesionales no sólo con
habilidades sino preparados para preguntarse sobre el por qué y el para qué,
son sólo quimeras si la universidad se convierte en una simple empresa: en una
academia donde se den muchas clases para fabricar profesionales que se adapten
fácilmente a las demandas del mercado. ¿Dónde queda, entonces, lo público?
Cuando,
estos días, un sindicato de los autodenominados “de clase”, en concreto CCOO,
llama a una manifestación universitaria en Sevilla con el eslogan “Defiende tu
Empresa”, ello refleja hasta qué punto, desde dentro de la institución, se está
colaborando (querría pensar que, en este caso, no conscientemente) al
desmantelamiento de una universidad que debiera estar al servicio del
conocimiento y de la Sociedad (que no del Mercado). Un desmantelamiento, que no
es obra solamente del ministro Wert sino que comenzó hace ya años, para el cual
han sido eficaces instrumentos el engañabobos de “Bolonia”, la perversión de
las “anecas” y otras agencias de evaluación similares y el darwinismo social
implantado desde sucesivas leyes. Por no hablar del estrangulamiento económico
que afecta hoy a la propia posibilidad de cubrir los mínimos imprescindibles en
la docencia, la investigación y la difusión de los conocimientos. Cuando se
demuestre que la actual universidad “es incapaz” de cumplir esta triple
función, nos impondrán a los expertos
en su gobernanza. Aún estamos a tiempo de impedir esta catástrofe.
Artículo original: Diario de Sevilla (16/Diciembre/2013)