Van a cumplirse 37 años de aquel 4 de diciembre en que, para
sorpresa de muchos, el sentimiento andaluz se tradujo políticamente en las
calles de Andalucía –y también en Barcelona, “la novena provincia”- exigiendo
un autogobierno que hiciera posible cerrar el largo periodo histórico en que se
nos había obligado a desempeñar un papel dependiente en lo económico,
subalterno en lo político y degradado en lo cultural.
Quizá hoy sean ya mayoría quienes, por edad, no vivieron
aquel día histórico y cargado de ilusiones de 1977, ni su correlato en el
referéndum del 28 de febrero del 80, en que Andalucía reivindicó una autonomía plena, es decir, con las competencias
necesarias para resolver las inaceptables desigualdades internas y la
subordinación respecto a intereses externos que estaban en la base del
desempleo estructural, la emigración forzada, las carencias educativas,
sanitarias y de vivienda, el ocultamiento o manipulación de nuestra historia y
nuestra cultura, y otras lacras que la caracterizaban (y que, en lo esencial,
continúan caracterizándola).
Quienes no vivieron aquellos años de aceleración histórica
pueden tragarse el cuento de que en el 4 de diciembre los andaluces “defendimos
a España” frente a quienes pretendían privilegios en la nueva Constitución que
estaba elaborándose, es decir frente a quienes esgrimían sus derechos
históricos para ser reconocidos como naciones (término tabú que en dicho texto
sería sustituido por el de nacionalidades). Este cuento, fabricado con
posterioridad al 4D y el 28F por quienes se beneficiaron políticamente de ellos
mientras los vaciaban de contenido (me estoy refiriendo principalmente al PSOE
y a sus acólitos intelectuales y mediáticos), es una burda falsificación de la
historia: millones de andaluces reivindicamos entonces la autonomía,
entendiendo esta no como la multiplicación de burócratas y de profesionales de
la política y, mucho menos, como “la defensa de España”, sino como el medio
para dotarnos de instrumentos eficaces de autogobierno con los que construir un
futuro más justo y democrático para Andalucía. El 4D partíamos de que teníamos
los mismos derechos que vascos y catalanes, que no éramos menos que ellos,
porque, como ellos, teníamos una identidad histórica y cultural indudable, que
estábamos traduciendo al plano político en las calles, como haríamos el 28F en
las urnas.
Esas aspiraciones fueron traicionadas prontamente por el
tinglado político constituido entonces por el PSOE, la UCD, el PCE y hasta el PSA
(PA), que fabricaron un Estatuto recortado e insuficiente, de segunda división
para un pueblo que en la calle y las urnas había ratificado su pertenencia a la
primera. Y Andalucía fue utilizada por el centralismo, que es consustancial al
nacionalismo españolista, como arma para igualar por abajo a todos los pueblos
del Estado. Todo ello, en el marco de la llamada Transición, consistente en una
reforma del régimen político franquista, sin ruptura con la “legalidad” (¡!) de
este, para garantizar la continuidad del poder de las fuerzas fácticas
económicas e ideológicas mediante la reinstauración de la monarquía borbónica y
la construcción de una partitocracia en la que la participación popular quedaba
restringida, de hecho, a votar cada cuatro años.
Hoy, cuando ya ha comenzado la segunda Transición (crisis
generalizada de las instituciones, abdicación de Juan Carlos I, hundimiento del
corrupto sistema bipartidista, ascenso de los movimientos sociales y aparición
de nuevos agentes políticos), haríamos bien en extraer enseñanzas de lo que
ocurrió en la primera para que Andalucía no sea otra vez estafada y manipulada
al servicio de intereses y estructuras que son precisamente los responsables de
que, comparativamente, continuemos donde estábamos hace cuarenta años: en los
últimos lugares de todos los índices de bienestar, después de más de tres
décadas de “autonomía” (?) y de gobiernos de “izquierda” (?)
Harían bien las organizaciones políticas que ahora están
surgiendo, y que suscitan tanto grandes expectativas como no menores incógnitas
por sus ambigüedades, en rehusar a la visión madrileñista de España, tanto en
su versión ultranacionalista de derecha como jacobina, y asumir la realidad
plurinacional del Estado, con todo cuanto ello conlleva en lo político, lo
cultural y lo económico. Harían bien quienes se indignan y luchan contra las
desigualdades en caer en la cuenta de que estas no consisten sólo en
desigualdades de clase sino también en desigualdades de género y en las que
suelen denominarse desigualdades “territoriales”, es decir las que son
resultado de la opresión de estructuras estatales, con su correspondiente
ideología de nacionalismo de estado, sobre pueblos-naciones no reconocidos como
tales. Para ayudarles a ello, les propondría leer, por ejemplo, a Blas Infante
y a Andreu Nin: dos personajes tan diferentes pero tan confluyentes en la
afirmación de que la lucha por la liberación social es indisoluble de la lucha
por la liberación nacional y viceversa.
Isidoro Moreno, Catedrático Emérito de Antropología,
Universidad de Sevilla. Miembro de Asamblea de Andalucía.
Fuente original: Diario de Sevilla y otros diarios del Grupo Joly, 2 de Diciembre de 2014.